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Besa a las Mujeres
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De conformidad con la Ley de Derechos de Autor de EE.UU. de 1976, la exploración, la carga y la distribución electrónica de cualquier parte de este libro sin la autorización de la editorial constituyen la piratería ilegal y el robo de la propiedad intelectual del autor. Si desea utilizar el material del libro (que no sea para fines de revisión), el permiso previo por escrito debe obtenerse poniéndose en contacto con el editor en permissions@hbgusa.com. Gracias por su apoyo a los derechos de autor.
Prólogo
CRÍMENES PERFECTOS
CASANOVA
Boca Ratón, Florida, junio de 1975
Durante tres semanas, el joven asesino vivió, literalmente, dentro de las paredes de una extraordinaria casa de quince habitaciones situada en primera línea de mar.
Desde allí oía el suave murmullo del atlántico oleaje. Pero en ningún momento sintió la tentación de asomarse al océano ni a la playa privada que se extendía a lo largo de más de cien metros frente a la orilla.
Había demasiado que explorar, que estudiar, que conseguir desde su escondrijo en el interior de la asombrosa casa de estilo neomediterráneo de Boca Ratón. Hacía muchos días que el pulso no dejaba de martillear sus sienes.
En la enorme casa vivían ahora cuatro personas: Michael y Hannah Pierce y sus dos hijas. El asesino los espiaba en sus momentos más íntimos. Le encantaba todo lo que rodeaba a los Pierce, incluso los más pequeños detalles y, en especial, la preciosa colección de conchas de Hannah y la flota de veleros de teca que colgaba del techo en uno de los dormitorios de invitados.
A la hija mayor, Coty, la observaba día y noche. Era condiscípula en el instituto St. Andrews. Una chica sencillamente excepcional. No había en el instituto ninguna más bonita ni más lista que Coty. Tampoco le quitaba ojo a Karrie Pierce, que tenía sólo 13 años pero que ya era una zorrita.
Aunque él medía más de 1,80 m, podía meterse con facilidad en los conductos del aire acondicionado de la casa, porque era delgado como un alambre y no había empezado aún a ensancharse.
El asesino tenía un atractivo de estilo oriental realzado por su juventud.
En su escondrijo tenía varias novelas pornográficas, libros que había encontrado durante febriles visitas a Miami. Era un verdadero adicto a Historia de O, Colegialas en París e Iniciaciones voluptuosas. También tenía entre las paredes un revólver Smith & Wesson.
Salía y entraba de la casa a través de una ventana del sótano que estaba rota. A veces, incluso dormía allí abajo, detrás de un viejo frigorífico Westinghouse que vibraba suavemente, donde las Pierce tenían cervezas y vino gasificado para sus guateques que, a menudo, terminaban con una hoguera en la playa.
A decir verdad, aquella noche de junio se sentía un poco más raro que de costumbre. Aunque no era nada preocupante. No había problema.
A media tarde, se había pintado el cuerpo con pintura de varios colores: rojo cereza, anaranjado y amarillo vivo. Era un guerrero. Un cazador.
Estaba allí acurrucado, con su cromado revólver del calibre 22, una linterna y sus libros «porno», dentro del techo del dormitorio de Coty. Justo encima de ella, por así decirlo.
Aquélla sería la gran noche. El principio de todo aquello que realmente importaba en su vida.
Se acomodó lo mejor que pudo y empezó a releer sus fragmentos favoritos de Colegialas en París. Su linterna de bolsillo proyectaba una tenue luz sobre las páginas. La novela era, sin duda, una de esas que se leen de un tirón, y muy cachonda. Trataba de un «respetable» abogado francés que le pagaba a una rolliza celadora para que le dejase pasar las noches en un lujoso internado de señoritas. El relato estaba escrito en el lenguaje más desvergonzado: «la plateada punta de su verga», «su pérfida matraca», «magreaba a las siempre ansiosas colegialas».
Al cabo de un rato se cansó de leer y miró el reloj. Ya era la hora, casi las 3.00 de la madrugada. Le temblaban las manos al dejar el libro a un lado y mirar a través de la rejilla del registro del aire acondicionado.
Se quedaba sin aliento al ver a Coty en la cama. La aventura verdaderamente real estaba ahora frente a él. Tal como la había imaginado.
Se deleitó con un pensamiento: «Mi verdadera vida está a punto de empezar. ¿De verdad voy a hacerlo? Sí, por supuesto que sí…».
Vivía de verdad en las paredes de la casa que los Pierce tenían en la playa. Pronto, aquel hecho, que parecía salido de una espectral pesadilla, ocuparía la portada de todos los periódicos importantes de Estados Unidos. Estaba impaciente por leer el Boca Raton News.
«¡EL CHICO DE LAS PAREDES!».
«¡EL ASESINO VIVÍA, LITERALMENTE, EN LAS PAREDES DE LA CASA DE UNA FAMILIA!».
«¡UN MANÍACO HOMICIDA, LOCO DE ATAR, PODRÍA ESTAR VIVIENDO EN SU CASA!».
Llevaba una camiseta de los Hurricane de la Universidad de Miami, pero se le había subido y podía verle las braguitas rosa de seda. Dormía boca arriba, con una de sus bronceadas piernas cruzada sobre la otra. Tenía la boca entreabierta, formando una pequeña «o», como si estuviese enfurruñada. Desde donde él se encontraba irradiaba inocencia.
Ya era casi una mujer plenamente desarrollada. La había visto admirarse frente al espejo de cuerpo entero hacía sólo unas horas. La había visto quitarse su sostén de blonda. La había visto admirar sus perfectos pechos.
Coty era tan engreída como intocable. Aquella noche iba a ser distinto.
Se la iba a tirar.
Con suma precaución y sigilo retiró la rejilla metálica del registro del techo. Luego, se introdujo por la abertura y se descolgó hasta el interior del dormitorio, pintado de azul celeste y rosa. Notaba opresión en el pecho y su respiración era agitada y dificultosa. Tenía escalofríos.
Se había cubierto los pies con bolsas de plástico para la basura, sujetas a la altura de los tobillos, y llevaba los finos guantes azules de goma que utilizaba la sirvienta de los Pierce para limpiar.
Se sentía como un estilizado guerrero Ninja, y era la viva imagen del terror con su pintarrajeado cuerpo desnudo. El crimen perfecto. Se complacía en creerlo así.
¿Sería un sueño? No. Sabía muy bien que no lo era. Era el proyecto hecho realidad. ¡Lo iba a hacer! Le ardían los pulmones al respirar hondo.
Por un momento, estudió a la joven que dormía beatíficamente y a la que tantas veces había admirado en St. Andrews. Luego, se deslizó hasta el lecho de la incomparable Coty Pierce.
Se quitó un guante y acarició su perfecta y bronceada piel. Imaginó que le untaba bronceador con aroma de coco por todo el cuerpo.
Ya la tenía dura como un palo.
Su larga melena rubia era tan suave como una cola de conejo. Tenía una preciosa mata de pelo, limpio, impregnado de olor a bosque, como un bálsamo.
Sí, los sueños se hacían realidad.
Coty abrió de pronto los ojos de par en par. Eran como dos esmeraldas resplandecientes, como las preciosas gemas de la joyería Harry Winston de Boca Ratón.
Ella musitó su nombre sin aliento, el nombre que conocía del instituto. Pero él se había dado un nuevo nombre, se había nombrado a sí mismo, se había recreado.
—¿Qué haces aquí?—susurró ella jadeante—. ¿Cómo has entrado?
—Sorpresa, sorpresa… Soy Casanova—le dijo él al oído, con el pulso tan acelerado que temió que le estallara—. Te he elegido entre las chicas más bonitas de Boca Ratón y de toda Florida. ¿No te gusta?
Coty empezó a gritar.
—Tschistt…—la acalló él rozando sus suaves labios con los suyos, para luego besarla amorosamente.
También besó a Hannah Pierce aquella inolvidable noche en Boca Ratón antes de asesinarla y mutilarla.
Poco después, besó a su hija menor, la pequeña Karrie, de sólo 13 años.
Antes de dar por concluida la velada, comprendió que era de verdad Casanova, el más grande amante de todos los tiempos.
EL CABALLERO DE LA MUERTE
Chapel Hill, Carolina del Norte, mayo de 1981
Era un perfecto caballero. Un caballero de arriba abajo. Siempre discreto y educado.
Pensó en ello mientras escuchaba los susurros de los amantes que paseaban por las inmediaciones del lago del campus. Era todo tan romántico que parecía salido de un sueño. Para él era perfecto.
—¿Crees que es una buena idea o te parece una bobada que no merece comentario?—oyó que Tom Hutchinson le preguntaba a Roe Tierney.
Se habían subido a una barca de remos azul cerceta que se mecía con suavidad junto a uno de los embarcaderos del lago. Tom y Roe iban a tomar la barca «prestada» durante unas horas. Una travesura de estudiantes.
—Dice mi bisabuelo que navegar con la corriente no acorta la vida…—contestó Roe—. Es una gran idea, Tommy. Vamos.
—¿Y si hace uno otras cosas en la barca?—preguntó Tom Hutchinson riendo.
—Pues… si eso incluye alguna variedad de aerobic puede incluso alargarte la vida.
Al cruzar las piernas, Roe dejó ver sus suaves muslos.
—En tal caso, ir de luna de miel en un bote robado tiene que ser una buena idea—dijo Tom.
—Una estupenda idea—dijo Roe manteniendo el equilibrio—. La mejor. Pongámosla en práctica.
En cuanto el bote se separó del embarcadero, el Caballero se introdujo en el agua. No hizo ruido. Estaba atento a las palabras, a los movimientos y a todos y cada uno de los matices del fascinante ritual de los amantes.
La luna, casi en plenilunio, irradiaba serenidad y belleza hacia Tom y Roe mientras surcaban la resplandeciente superficie del lago.
A primera hora de aquella noche, cenaron en un romántico restaurante de Chapel Hill, e iban los dos muy elegantes. Roe llevaba una falda negra plisada y una blusa de seda de color crema, pendientes de plata en forma de concha y el collar de perlas que le prestó su compañera de habitación. Una indumentaria perfecta para salir a remar.
El Caballero estaba casi seguro de que el traje gris que llevaba Tom Hutchinson ni siquiera era suyo.
Tom era de Pensilvania, hijo de un mecánico de coches. Había llegado a ser capitán del equipo de rugby de los Duke y tenía un brillantísimo expediente académico.
Roe y Tom eran la «pareja dorada». Prácticamente, era en lo único que los estudiantes de Duke y de la cercana Universidad de Carolina del Norte estaban de acuerdo. El «escándalo» de que el capitán del equipo de rugby de Duke saliese con la reina del festival universitario de Carolina del Norte le echaba aún más pimienta al romance.
Forcejearon con los díscolos botones y cremalleras mientras surcaban lentamente el lago. Roe se quedó sin más «prendas» que los pendientes y el collar. Tom llevaba la camisa blanca, pero desabrochada, con lo que hacía las veces de pequeña tienda al penetrar a Roe.
Bajo el vigilante ojo de la luna empezaron a hacer el amor.
Sus cuerpos se movían con suavidad y la barca se mecía alegremente. Roe dejaba escapar quedos gemidos que se mezclaban con el coro de unas cicadas que jugaban a lo lejos.
Al Caballero se le hizo un nudo en la boca del estómago, de pura rabia. Su lado oscuro estaba a punto de estallar, como un brutal y reprimido animal, como una versión moderna del hombre lobo.
De pronto, Tom Hutchinson se separó de Roe Tierney con un entrecortado gemido. Algo muy potente tiraba de él hacia fuera de la barca. Antes de caer al agua, Roe lo oyó gritar. Fue un extraño sonido, una especie de «aaajjj».
Tom tragó agua y empezó a tener violentas arcadas. Sentía un terrible dolor; dolor localizado pero muy intenso.
Luego, la fuerza que había tirado de él hacia atrás aflojó la presión y lo soltó. Estaba libre.
Tom se llevó a la garganta sus grandes y fuertes manos, manos de «cerebro» del equipo de rugby, y tocó algo caliente. Manaba sangre que se mezclaba con el agua del lago. El pánico lo atenazó.
Horrorizado, volvió a tocarse la garganta y palpó el cuchillo que tenía clavado. «¡Oh, Dios mío! Me han apuñalado. Voy a morir en el fondo de este lago y ni siquiera sé por qué».
Mientras tanto, Roe Tierney seguía en la cabeceante barca, demasiado confusa para poder gritar.
Le latía el corazón con tanta fuerza que apenas podía respirar. Se puso de pie en la barca buscando desesperadamente con los ojos algún rastro de Tom.
«Debe de ser una broma pesada—se dijo—. No pienso volver a salir con Tom Hutchinson. Ni me casaré con él. Ni muerta. Esto no tiene ninguna gracia».
Estaba aterida de frío y empezó a palpar el fondo de la barca en busca de su ropa.
De pronto, muy cerca del bote, alguien o algo emergió a la oscura superficie. Fue como si se hubiese producido una explosión bajo el lago.
Roe vio asomar una cabeza. Era la cabeza de un hombre… Pero no era la de Tom Hutchinson.
—No he pretendido asustarla—le dijo el Caballero en un tono tranquilo, como si estuviera manteniendo una conversación con ella—. No se alarme—añadió susurrante mientras se asía a la regala del bote—. Somos viejos amigos. Si he de ser franco, le diré que llevo observándola más de dos años.
Roe se puso a gritar con incontenible desespero, como si temiese no ver nunca más la luz del día.
Y no la vio. Roe Tierney jamás volvió a ver amanecer.
Primera Parte
CHISPA CROSS
Capítulo 1
WASHINGTON D. C., ABRIL DE 1994
YO ESTABA EN EL porche delantero de nuestra casa de la calle Cinco cuando empezó todo.
Caía un chaparrón, como a mi hijita Janelle le gustaba decir. Pero en el porche se estaba estupendamente. Mi abuela me enseñó una oración que no he olvidado: «Gracias por todo, tal como es». Parecía muy adecuada para aquel día, aunque… no del todo.
Pegado a la pared del porche había un póster con viñetas de Far Side de Gary Larson. Ilustraba el banquete anual de los «Mayordomos del Mundo». Uno de los mayordomos había sido asesinado. Tenía en el pecho un puñal clavado hasta la empuñadura.
«Dios mío, Collings, detesto empezar los lunes con un caso así», decía en el «bocadillo» puesto en boca de un detective que estaba en el lugar del crimen.
Tenía el póster allí para que me recordase que en la vida había algo más que mi trabajo como detective de la brigada criminal del distrito de Columbia. Junto al póster había un dibujo que Damon hizo dos años atrás con la dedicatoria: «Al mejor papá del mundo».
Ése era otro recordatorio.
En nuestro viejo piano, yo tocaba melodías de Sarah Vaughan, Billie Holiday y Bessie Smith. El blues me entristecía mucho últimamente. Había estado pensando en Jezzie Flanagan. A veces, podía ver su hermoso y cautivador rostro al mirar hacia lo lejos. Aunque procuraba no mirar demasiado a lo lejos.
Mis dos hijos, Damon y Janelle, estaban sentados en la sólida aunque desvencijada banqueta del piano, a mi lado. Janelle me «rodeaba» la espalda con su bracito derecho (la verdad es que no llegaba ni a rozarme la columna).
En su mano izquierda tenía una bolsa de caramelos que, como siempre, compartía con sus amigos. Yo tenía uno de naranja en la boca, que dejaba disolver lentamente.
Ella y Damon me acompañaban silbando, aunque Jannie, más que silbar, escupía a un determinado ritmo. Un raído ejemplar de Green Eggs and Ham estaba encima del piano, vibrando con mi interpretación.
Tanto Jannie como Damon eran conscientes de que yo tenía problemas en mi vida últimamente; desde hacía unos meses, por lo menos. Trataban de animarme. Tocábamos y silbábamos blues, soul y un poco de jazz fusion. Pero también bromeábamos y confraternizábamos como les gusta a los niños que hagamos.
Aquellos ratos con mis hijos era lo que más me gustaba de mi vida. Cada vez pasaba más tiempo con ellos. Las fotografías que tengo de mis hijos me recuerdan que nunca volverán a tener siete y cinco años respectivamente. Pensaba no perderme nada de aquellos años de sus vidas.
Nos interrumpió el sonido de fuertes pisadas que corrían escaleras arriba por el porche trasero. Al momento sonó el timbre de la puerta: uno, dos, tres timbrazos breves. Quienquiera que fuese tenía mucha prisa.
—Ding-dong, la bruja ha muerto—dijo Damon, inspirado por el momento.
Llevaba unas gafas tipo aviador. Era la imagen que tenía de un tipo duro y frío. Y la verdad es que así era el pequeño.
—No, la bruja no ha muerto—replicó Jannie.
Hace poco reparé en que se ha convertido en una ardiente defensora del género femenino.
—Puede que no sean noticias de la bruja—dije con el tono y la dicción adecuados.
Los dos se echaron a reír. Casi siempre entendían mis chistes (era como para echarse a temblar, pensaba yo).
Alguien empezó a aporrear la puerta y a gritar mi nombre en tono quejumbroso y alarmante
—¡Dejadnos tranquilos, puñeta! No estamos para lamentos ni alarmas en estos momentos.
—¡Doctor Cross! ¡Abra, por favor, doctor Cross!
Los gritos continuaban. No reconocí la voz de la mujer, pero, por lo visto, la intimidad no existe para quienes anteponemos al apellido la palabra doctor.
Retuve a los niños sujetándoles la parte superior de la cabeza con las manos.
—Yo soy el doctor Cross, no vosotros. Así que seguid tarareando y… guardadme el sitio. Vuelvo en seguida.
—¡Vuelvo en seguida!—repitió Damon con su lograda imitación de la voz de Terminator.
Sonreí. Damon es un chico despierto (el segundo de la clase).
Corrí a la puerta trasera empuñando mi revólver reglamentario. Nuestro barrio es peligroso incluso para un policía, que es lo que soy. Miré a ver quién era a través de los empañados y sucios cristales de una de las ventanas.
Vi a una mujer joven que estaba en el peldaño superior del porche. Vivía en una urbanización de Langley. Rita Washington era una joven drogadicta de 23 años que merodeaba por nuestras calles como un espectro gris. Era lista y bastante bonita, pero impresionable y débil. Había dado un mal paso, había perdido su atractivo y ahora parecía irrecuperable.
Al abrir la puerta me dio en la cara una ráfaga de viento húmedo y frío. Rita tenía las manos y las muñecas ensangrentadas. También tenía sangre en su verde chaqueta de piel artificial.
—¿Qué demonios te ha pasado, Rita?—pregunté, temiéndome que le hubiesen pegado un tiro, o apuñalado, por algún problema de drogas.
—Por favor, venga conmigo, por favor—farfulló Rita, que empezó a toser y a sollozar al mismo tiempo—. Es el pequeño Marcus Daniels—añadió llorando—. ¡Lo han apuñalado! ¡Está muy mal! «Doctor Cross. Doctor Cross», le he oído decir. Quiere que vaya usted, doctor Cross.
—¡No os mováis de aquí, niños! ¡Volveré en seguida!—troné, temiendo que los histéricos gritos de Rita ahogasen mi voz—. ¡Vigile a los niños, Nana!—grité aún más fuerte—. ¡Tengo que salir, Nana!
Cogí mi abrigo y seguí a Rita Washington bajo la fría cortina de agua.
Procuré no pisar la brillante sangre que rezumaba como pintura roja por los peldaños del porche.
Capítulo 2
ENFILÉ LA CALLE CINCO a todo correr. Notaba los acelerados latidos de mi corazón. Sudaba a mares a pesar de la pertinaz, molesta y fría lluvia de primavera. El pulso martilleaba mis sienes. Tenía los músculos y los tendones de mi cuerpo en tensión, y un doloroso nudo en el estómago.
Cogí en brazos a Marcus Daniels, un muchachito de 11 años, y lo estreché con fuerza contra mi pecho. El pequeño sangraba profusamente. Rita Washington había encontrado a Marcus en las pringosas y oscuras escaleras que conducían al sótano de su casa, y me había llevado hasta su desmadejado cuerpo.
Más que correr, volé, tragándome el llanto, como me enseñaron a hacer en la academia, y en casi todas partes.
La gente del Southeast, poco dada a fijarse en nadie, me seguía con la mirada, con la misma perplejidad que si viesen un camión sin frenos ni dirección por el centro de la ciudad.
Rebasé a varios taxis, gritándole a todo el mundo que se apartase, pasando frente a una hilera de tiendas cuyos postigos, de contrachapado oscuro y semipodrido, estaban cubiertos de grafitis.
Pisaba cristales rotos, desperdicios, botellas de licor y rodales de hierba macilenta. Aquél era nuestro barrio, nuestra parte en el «sueño americano», nuestra capital.
Recordé un dicho muy popular acerca de Washington: «Si te agachas, te pisan; y si te enderezas, te pegan un tiro».
Mientras yo corría, el pobre Marcus perdía sangre como un incontinente cachorrillo que se me orinase encima. Me ardían el cuello y los brazos, y seguía teniendo los músculos muy tensos.
—¡Aguanta, pequeño!—le dije a Marcus.
«¡Aguanta, pequeño!», pensé a modo de plegaria.
—Ay, doctor Alex…—dijo a mitad de camino con voz queda y llorosa.
Eso fue todo lo que me dijo. Comprendí por qué. Yo sabía muchas cosas del pequeño Marcus.
Corrí cuesta arriba por el recién asfaltado acceso del hospital St. Anthony. Una ambulancia me rebasó en dirección a la calle L. El conductor llevaba una gorra de los Chicago Bulls ladeada, con el borde señalando extrañamente en mi dirección. Una estridente música de rap atronaba desde el vehículo, en cuyo interior debía de ser ensordecedora. El conductor y el enfermero no se detuvieron. Ni siquiera parecieron considerarlo. A veces, la vida es así en el Southeast. No puede uno detenerse por cada asesinato o atraco que se encuentra en la ronda diaria.
Conocía el camino a la sala de urgencias del St. Anthony. Había estado allí muchísimas veces, demasiadas. Abrí con el hombro la familiar puerta de paneles de cristal donde ponía «Urgencias» (la fina película del estarcido de las letras había saltado en varios puntos, y el cristal estaba rayado).
—Ya hemos llegado, Marcus. Estamos en el hospital—le susurré al muchacho.
Pero no me oyó. Había perdido el conocimiento.
—¡Ayúdenme, por favor! ¡Que alguien me ayude con este niño!—grité.
Al repartidor del Pizza Hut le hubiesen prestado más atención. Un vigilante de seguridad con pinta de aburrido me miró con su ejercitada expresión inescrutable. Una desvencijada camilla traqueteaba ruidosamente por los pasillos.
Reconocí a dos enfermeras, Annie Bell Waters y Tanya Heywood.
—Tráigalo aquí—dijo Annie Waters que, al percatarse de la gravedad del chico, me cedió el paso.
No me hizo ninguna pregunta. Se limitó a pedir al personal médico, y a otros heridos que andaban por allí, que se apartasen.
Pasamos frente a recepción. Los letreros estaban escritos en inglés, español y coreano. Por todas partes olía a desinfectante.
—Ha intentado degollarse con una navaja. Creo que se ha seccionado la carótida—dije mientras corríamos por un pasillo atestado de paredes color verde pálido y descoloridos letreros en los que decía «Rayos X», «Traumatología».
Al fin encontramos una habitación, un cuchitril increíblemente pequeño, poco más grande que un armario ropero. El médico de juvenil aspecto que llegó corriendo me dijo que me marchase.
—El chico tiene once años—dije—. No pienso moverme de aquí. Tiene las venas de ambas muñecas cortadas. Es un intento de suicidio. Aguanta, muchacho—le susurré a Marcus—. Sólo tienes que aguantar un poco.
Capítulo 3
CLIC. CASANOVA ABRIÓ EL maletero de su coche y miró aquellos ojos grandes y resplandecientes de lágrimas fijos en él. «Qué pena. Qué lástima de chica», pensó al mirarla.
—Veo, veo…—dijo él—. Te veo.
Estaba enamorado de la estudiante universitaria de 22 años que tenía maniatada en el maletero. Pero también estaba furioso con ella. Había quebrantado sus normas. Había hecho que su fantasía perdiese el encanto.
La joven estaba amordazada con trapos mojados y no podía preguntarle nada, pero lo fulminaba con la mirada. Sus oscuros ojos marrones dejaban traslucir el dolor y el miedo. Pero aún percibía en ellos la terquedad y el coraje.
Primero sacó su bolsa negra y luego aupó los cincuenta kilos que pesaba la joven para sacarla del coche. No se molestó en cogerla con delicadeza.
—Bienvenida—le dijo al dejarla de pie en el suelo—. Hemos olvidado nuestros buenos modales, ¿verdad?
A la joven le temblaban las piernas. Estuvo a punto de desplomarse, pero Casanova la sujetó con una mano.
Ella llevaba un pantalón de deporte de la Universidad Wake Forest de color verde oscuro, un top blanco y unas zapatillas Nike de atletismo. Era la típica estudiante universitaria engreída, una cría consentida, como él sabía muy bien, pero de una turbadora belleza. Le había atado los estilizados tobillos y las manos a la espalda con sendas tiras de cuero.
—Sólo tienes que caminar por delante de mí. Sigue todo derecho, a menos que yo te diga lo contrario. De modo que… andando—le ordenó—. Mueve esas largas y preciosas piernas. Vamos, vamos…
Se adentraron por una fronda que se adensaba a medida que avanzaban. La vegetación era cada vez más tupida.
Balanceaba la bolsa como un niño que llevase la fiambrera del almuerzo. Le encantaban los bosques oscuros. Siempre le habían gustado.
Casanova era alto y atlético, bien formado y apuesto. Era consciente de que podía conquistar a muchas mujeres, pero no de la manera que él quería. No de aquella manera.
—Te pedí que me escuchases, ¿verdad? Y no quisiste hacerlo—le dijo él en tono suave y distante—. Te precisé cuáles eran las normas de la casa. Sin embargo, preferiste dártelas de lista. Pues ahora verás lo que has conseguido.
A cada paso que daba, la joven estaba más y más asustada, casi al borde del pánico. Cruzaban una fronda más densa aún que las anteriores. Las ramas bajas le arañaban los brazos. Sabía cuál era el nombre de su captor: Casanova. Fantaseaba con la idea de ser un gran amante, y lo cierto era que podía mantener la erección más que ningún otro hombre que ella hubiese conocido. Siempre le pareció un chico equilibrado y sensato, pero sabía que tenía que estar loco. En muchas ocasiones, podía comportarse como una persona cuerda, aunque no era posible aceptar ni uno solo de sus principios.
«El hombre ha nacido para cazar… mujeres», le había dicho Casanova varias veces.
La puso al corriente de las normas de su casa. Le advirtió que se portase bien. Pero ella no hizo caso. Se había comportado como una estúpida obstinada y había cometido un gravísimo error táctico.
Procuraba no pensar en lo que fuese a hacerle en la sobrecogedora oscuridad del bosque. Si lo pensaba, sufriría un infarto. Tampoco iba a darle la satisfacción de desmoronarse y romper a llorar.
Si por lo menos la desamordazase… Tenía la boca seca, y mucha sed. Quizá pudiese convencerlo para salir con bien de… lo que se propusiera hacer con ella.
Se detuvo, dio media vuelta y lo miró a los ojos. Tenía que jugársela.
—¿Quieres parar aquí? Por mí no hay inconveniente. No obstante, no voy a dejarte hablar. No podrás pronunciar tus últimas palabras, cariño mío. El gobernador no te indulta. La has jodido. Si nos detenemos aquí, podrías arrepentirte. Me gustaría que caminases un poco más. Me encantan estos bosques, ¿a ti no?
Tenía que hablar con él, entablar una conversación. Preguntarle por qué
Genre:
- On Sale
- Oct 30, 2012
- Page Count
- 496 pages
- Publisher
- Grand Central Publishing
- ISBN-13
- 9781455544844
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