Promotion
Use code DAD23 for 20% off + Free shipping on $45+ Shop Now!
El cerrador
Mi vida
Contributors
With Wayne Coffey
Formats and Prices
Price
$9.99Price
$12.99 CADFormat
This item is a preorder. Your payment method will be charged immediately, and the product is expected to ship on or around September 23, 2014. This date is subject to change due to shipping delays beyond our control.
Also available from:
Mariano Rivera, the man who intimidated thousands of batters merely by opening a bullpen door, began his incredible journey as the son of a poor Panamanian fisherman. When first scouted by the Yankees, he didn’t even own his own glove. He thought he might make a good mechanic. When discovered, he had never flown in an airplane, had never heard of Babe Ruth, spoke no English, and couldn’t imagine Tampa, the city where he was headed to begin a career that would become one of baseball’s most iconic.
What he did know: that he loved his family and his then girlfriend, Clara, that he could trust in the Lord to guide him, and that he could throw a baseball exactly where he wanted to, every time. With astonishing candor, Rivera tells the story of the championships, the bosses (including The Boss), the rivalries, and the struggles of being a Latino baseball player in the United States and of maintaining Christian values in professional athletics.
The thirteen-time All-Star discusses his drive to win; the secrets behind his legendary composure; the story of how he discovered his cut fastball; the untold, pitch-by-pitch account of the ninth inning of Game 7 in the 2001 World Series; and why the lowest moment of his career became one of his greatest blessings. In The Closer, Rivera takes readers into the Yankee clubhouse, where his teammates are his brothers. But he also takes us on that jog from the bullpen to the mound, where the game — or the season — rests squarely on his shoulders.
We come to understand the laserlike focus that is his hallmark, and how his faith and his family kept his feet firmly on the pitching rubber. Many of the tools he used so consistently and gracefully came from what was inside him for a very long time — his deep passion for life; his enduring commitment to Clara, whom he met in kindergarten; and his innate sense for getting out of a jam. When Rivera retired, the whole world watched — and cheered. In The Closer, we come to an even greater appreciation of a legend built from the ground up.
Excerpt
Comience a leer
Tabla de contenidos
Boletines
Derechos de autor página
Salvo los permisos del U.S. Copyright Act de 1976, ninguna parte de esta publicación será reproducida, distribuida, o transmitida en cualquier forma o por cualquier manera, ni será almacenada en cualquier sistema de recuperación de datos, sin el permiso escrito de la casa editorial. Si desea usar algún material de este libro (aparte de ser revisado), deberá previamente obtener el permiso de la editorial escribiendo a: permissions@hbgusa.com. Agradecemos su apoyo a los derechos de autor.
1
Pesca y consecuencias
MI PAÍS ES UNA franja curvada de tierra en el extremo sur de América Central que no parece más ancho que un cordón de zapatos cuando se ve en un mapa. Tiene 3,6 millones de habitantes y un famoso canal de cuarenta y ocho millas (77 km) que lo atraviesa y conecta los océanos Atlántico y Pacífico, un atajo que ahorra a los barcos del mundo aproximadamente ocho mil millas (12.000 km) de viaje por mar. Costa Rica es nuestro vecino al norte, y Colombia al sur. Panamá no es solamente un lugar donde se encuentran dos océanos; es un lugar donde dos continentes, América del Norte y América del Sur, se encuentran. Para un país que es un poco más pequeño que Carolina del Sur, suceden muchas cosas.
Puerto Caimito está a unas veinte millas (32 km) de distancia del canal, en el lado del Pacífico, y a unas 50 millas (80 km) de un volcán llamado El Valle. Es un pueblo situado en el mapa por el pescado. Si alguien no es un pescador en Puerto Caimito, entonces probablemente trabaje en la tienda de reparaciones de barcos o en la planta procesadora de pescado, o lleve el pescado al mercado. Casi todos están relacionados con el pescado, y todos lo comen.
"Yo comía pescado cada día, y eso es lo que me hizo fuerte", dice mi padre. Su padre vivió hasta los noventa y seis años, y mi padre dice que él va a vivir más tiempo que eso, y yo no le voy a llevar la contraria.
Mi padre proviene de una dura estirpe de granjeros. Uno de quince hijos, nació y se crió en la provincia de Darién, cerca de la frontera colombiana, y después de haber dejado la escuela después del sexto grado, pasaba once horas cada día, seis días por semana, trabajando en la pequeña granja familiar. Producían arroz, maíz y plátanos machos, y una variedad de verduras, y hacían todo ello sin tener un tractor ni ningún otro tipo de equipo eléctrico. Palas, azadas, rastrillos: ese era el lujoso equipamiento, herramientas para los granjeros acomodados. Mi padre y su familia utilizaban un machete para cortar los arbustos y la maleza, y afilados palos para labrar el campo. Cada semana llevaban sus productos al mercado, un viaje de un día entero en una barco impulsada por un remo en el agua, al estilo góndola.
Era una vida difícil, incluso brutal, y cuando mi padre llegó a la adolescencia, varios de sus hermanos ya se habían mudado a Puerto Caimito, porque la pesca se consideraba trabajo más próspero. A los diecisiete años, mi padre se unió a ellos. Comenzó aceptando cualquier empleo en la pesca que pudiera conseguir, y aún estaba intentando adaptarse cuando un día salió a dar un paseo y se encontró con una muchacha que lavaba platos y cantaba delante de su casa. La muchacha, una entre ocho hermanos, tenía quince años, y mi padre dirá que se enamoró de ella en ese mismo instante. Su nombre era Delia Girón, y dos años después de que le robase el corazón a mi padre con sus canciones, dio a luz a una niña.
Dos años después de aquello, me tuvo a mí.
Mi propia vida en Puerto Caimito es sencilla, y tiene su olor. Durante mis primeros diecisiete años vivimos en la costa del Golfo de Panamá, en una humilde casa de cemento, en un camino de tierra, de dos habitaciones con tejado de estaño, tan solo a lanzamiento de piedra de la planta de pescado. Hay toda una línea de casas como esa en el pueblo, la mayoría de ellas ocupadas por mis tíos, tías y primos. Cuando mis padres se trasladan allí, la casa no tiene electricidad ni agua corriente; hay un retrete exterior en la parte trasera y un pozo para sacar agua a poca distancia. La luz proviene de una lámpara de queroseno. Cuando yo llego en 1969, tenemos electricidad y agua, pero el retrete sigue siendo la única opción disponible. A pocos pasos de distancia se extiende una gran playa arenosa salpicada de caparazones rotos, pedazos de viejos barcos y fragmentos de redes desechadas. No es una playa que se vería en un anuncio de Corona o en un libro turístico; no hay agua color turquesa, árboles tropicales ni arena tan suave como el talco. Es un lugar de trabajo, hay un barco maltratado allí, la mitad de un pescado muerto por allá, la humilde alma de un pueblo en el que las personas intentan a duras penas ganarse la vida del mar.
La playa es donde llego a ser un atleta. La marea baja es el mejor campo de juego en Puerto Caimito, una superficie grande y plana, un lugar donde se podría correr para siempre sobre la llanura. Yo juego allí al fútbol, y también béisbol. Juego todo tipo de juegos, realmente, y mi favorito es en el que tomamos un trozo de cartón y hacemos tres agujeros en él, y lo atamos entre dos palos en la arena. Entonces nos separamos unos 20 o 30 pies (6-8 metros) y lanzamos piedras para ver quién consigue hacer pasar más piedras por los agujeros.
Yo tengo buena puntería.
También aprendemos a ser creativos en la playa. No tenemos bate, así que encontramos un viejo pedazo de madera o conseguimos una rama de árbol. No tenemos ninguna pelota, así que hacemos una con una piedra envuelta en redes y cinta adhesiva. No tenemos guantes de béisbol, pero es increíble el guante que puede lograrse con una caja de cartón si se sabe cómo hacerlo.
Así es como juego béisbol casi durante toda mi niñez; no me pongo un guante verdadero en mi mano hasta que tengo dieciséis años. Mi padre me compra uno, de segunda mano, justamente antes de mudarnos de la playa, a una colina arriba a un tercio de milla, a otra casa de cemento pero en una ubicación más tranquila, sin tanta bebida y sin tantos hombres vagando por la playa durante todas las horas de la noche.
Ninguna de nuestras casas tiene teléfono (no tengo teléfono hasta que me mudo a los Estados Unidos), ni otro equipamiento del que poder hablar. Hay una mata de plátano que cuelga por encima del tejado. Yo no tengo mi propio triciclo, ni bicicleta, o ningún tipo de transporte, y realmente tengo un solo juguete durante la mayor parte de mi niñez. Se llama Sr. Bocagrande. Cuando le tocas la panza, su gran boca se abre y pones en ella un pedazo de tortilla. Me encanta tocar la panza del Sr. Bocagrande. No me siento privado de nada, porque no estoy privado. Sencillamente así es la vida.
Tengo todo lo que necesito.
Mi época favorita del año es la Navidad. Como el muchacho mayor en la familia, mi tarea es conseguir nuestro árbol de Navidad. Lo hago cada año, y sé exactamente dónde ir. Detrás de nuestra casa hay un manglar que tiene muchos árboles que crecen en el barro. No vas a encontrar un abeto en el pantano, desde luego, así que la siguiente mejor opción es mirar por ahí buscando un árbol decente de tres o cuatro pies (un metro), arrancarlo y llevarlo a casa. Cuando se seca, envolvemos las ramas con tela para que parezca festivo, y no un triste y pequeño arbusto de un pantano. Santa Claus no llega hasta nuestra parte de Panamá, quizá porque hay muy pocas chimeneas, pero la noche de Navidad sigue siendo mágica, con luces que parpadean, canciones navideñas y toda la anticipación del gran día. Durante años recibo el mismo regalo: una nueva pistola de fogueo. Me alegra recibirla. Me gusta el sonido que hace. Me gusta dispararla cuando estoy viendo mi programa favorito de televisión, El llanero solitario, acerca de un bienhechor con una máscara negra, aunque lo cierto es que me gusta más su compañero, Tonto. Tonto es inteligente y leal, y tan humilde que no le importa no llevarse el mérito. No se podría encontrar a una persona más confiable en todo el lejano Oeste que Tonto. Creo que eso está bastante bien.
Pronto descubro que me encanta correr, y me encanta estar en movimiento. Si no estoy jugando fútbol o béisbol, juego al baloncesto. Cuando la marea sube y la playa es más pequeña, nos cambiamos a El Tamarindo, lo que es bastante lejos de la playa para poder jugar sin hundirnos hasta los tobillos en el barro. Siempre que juego, me gusta mucho ganar. Cuando una victoria en el béisbol está a punto de convertirse en derrota, lanzo la pelota al Golfo de Panamá y declaro que el partido está empatado. Eso no me hace ganar ningún premio a la deportividad, pero sí evito una terrible derrota.
Si la marea está alta, hago lo que más me gusta hacer después de los deportes: cazar iguanas. Están por todas partes en Panamá, lagartos de seis pies (2 metros) verdes, con puntas, curtidos y que están sobre las ramas y se ocultan entre la vegetación. Yo sé exactamente dónde encontrarlas y cómo cazarlas. Lo único necesario es una roca y mi brazo derecho. Las iguanas son muy rápidas cuando van avanzando, y son muy resistentes; pueden caerse desde 40 o 50 pies (10-15 metros) de un árbol y salir corriendo tan rápidamente como si se hubieran caído de un banco del parque. Sin embargo, las iguanas acostumbran a quedarse quietas en las ramas superiores de los árboles, y eso hace que sean un blanco fácil. La mayoría de las veces le daba a la iguana un golpe directo en el primer intento, y después la recogía y la llevaba sobre mi hombro a casa para la cena. La iguana, gallina de palo, la llaman, no es un alimento tan básico como el arroz de coco o los tamales, y no se encuentran restaurantes de comida rápida que vendan nuggets de iguana, pero es uno de mis platos favoritos.
Nunca me detengo a pensar cuántos familiares tengo en Puerto Caimito, pero lo único que puedo decir es que mis primos podrían sobrepasar en número a las iguanas. Eso hace posible tener al instante un grupo de compañeros de juego cuando quieres comenzar un partido, y un sentimiento total de pequeña ciudad donde, si todo el mundo no conoce tu nombre y lo que haces, al menos conoce a alguien que sí lo sabe. Es un gran consuelo crecer de ese modo, rodeado de caras amigables y personas que están atentas a lo que te pasa, aunque el único problema es que es casi imposible hacer algo sin que tres cuartas partes de la ciudad lo sepan.
Eso no es siempre bueno cuando se tiene un padre como el mío. Mi padre me ha enseñado mucho en mi vida. No se le dan muy bien los discursos y las declaraciones paternales, pero sus acciones han impartido muchas lecciones que han dado forma a quién soy yo. Un fuerte sentido de disciplina, hacer las cosas del modo correcto, realizar una tarea a pesar de lo difícil que sea: él es ejemplo de todas esas cosas para mí. Él es un gran sostén para la familia, levantándose a las 5:00 de la mañana el lunes y quedándose en su barco de pesca durante toda la semana, sin regresar a casa hasta el sábado, pasando doce o catorce horas diarias (o más) lanzando y arrastrando las redes, un hombre de mar hasta la médula. Estoy seguro de que hubo veces en que él no tenía ganas de salir, pero no recuerdo que se tomara ningún tiempo libre.
¿Vacaciones? ¿Escapadas de fin de semana? ¿Días enfermo?
Nada de eso. Él es pescador. Los pescadores pescan. Él se ocupa del negocio, día tras día, tras día.
Uno no aprecia tanto todas esas cosas cuando es un niño, pues está demasiado ocupado dando patadas a pelotas de fútbol o alimentando al Sr. Bocagrande, o intentando quitarle la bicicleta a su hermana. Cuando era niño, principalmente lo que relacionaba con mi padre era el temor. Él es un hombre grande y fuerte, y yo soy pequeño y flaco. Él tiene el pecho como un barril, y yo soy todo costillas. Él entra a la casa el sábado, y el olor a pescado va con él, y yo inmediatamente miro sus manos.
Son manos grandes, poderosas, de trabajador.
Son manos que me dejan petrificado.
Son manos que me golpean. Manos que me hacen caminar sobre cáscaras de huevo, porque uno nunca sabe cuándo van a golpear. Como el muchacho mayor, soy su blanco favorito. A veces me siento como si yo fuese la piñata personal de mi padre. No llevo la cuenta, pero yo soy quien se lleva con frecuencia los golpes. Antes de salir al barco, mi padre me da una lista de cosas que hacer en la casa y en el patio. No siempre se hacen; y cuando eso sucede, la cosa no anda bien.
"Pili, ¿por qué no hiciste lo que te pedí?", demanda mi padre.
"Hice la mayor parte", digo yo.
"No hiciste todo lo que te pedí que hicieras".
"Lo siento, papá. Haré todo la próxima vez, lo prometo".
Pero no hay ninguna tolerancia con mi padre.
"Inclínate", me dice.
Es la palabra que me disgusta más que ninguna otra. Otra frase que está cerca es cuando mi madre dice: "Espera a que tu padre regrese a casa".
Cuando él regresa a casa y recibe un informe menos que favorable, no espera mucho. Las grandes manos de mi padre se dirigen a su cintura y desabrochan su cinturón. Y entonces comienzan, tres o cuatro duros golpes en mi parte trasera, a veces más. Yo intento no llorar, pero algunas veces lloro.
Recibo golpes por diversas ofensas. ¿Por romper algo jugando a la pelota? ¿Por portarme mal en la escuela? ¿Por hacer alguna travesura con mi hermana y mis hermanos? Puede ser cualquier cosa. Una vez pasé al lado de un amigo de mi padre en la ciudad. Yo realmente no lo conozco, pero me resulta un poco familiar. O quizá mi mente estaba en otra cosa, no lo sé. De todos modos, no saludo a ese hombre, y él le menciona eso a mi padre la próxima vez que lo ve.
Mi padre llega y me lo dice.
"Pili, ¿por qué le faltaste el respeto a mi amigo? Me ha dicho que te vio y tú no le dijiste nada. Ni siquiera lo saludaste".
"No estaba seguro de quién era", digo yo.
Eso no lo soluciona. Llega el cinturón. Es la última vez que no saludo a uno de los amigos de mi padre. Ahora saludo a todo el mundo. También desarrollo cierto tipo de técnica de prevención de dolor.
Cuando sé que he metido la pata y que llegará el cinturón, me pongo doble pantalón.
A veces me pongo triple pantalón. Uno necesita toda la amortiguación que pueda conseguir contra el cinturón.
Los peores golpes que recibo llegan avanzado un día en febrero, durante la celebración del carnaval de Panamá. Hay un gran baile en la ciudad para conmemorar la ocasión. Yo tengo catorce años. Mis padres han abierto una pequeña bodega en nuestra casa para ganar un poco de dinero extra vendiendo fruta, comestibles y artículos diversos. Se dirigen hacia el carnaval y nos dejan a mi hermana Delia y a mí para ocuparnos de la tienda. La mantenemos abierta durante un tiempo, pero hay poco negocio, ya que todo el mundo está en la celebración. No tiene sentido alguno mantenerla abierta cuando no hay ningún cliente.
Tiene incluso menos sentido al saber que hay toda esa diversión y baile, y yo no soy parte de ello.
"Vamos a cerrar y nos vamos al baile", le digo a mi hermana.
"No podemos hacer eso. ¿Sabes en qué problemas nos meteremos?", dice ella.
"Lo sé, pero es carnaval. Es la mayor fiesta del año. Y bien podrías venir conmigo, porque incluso si te quedas aquí también tendrás problemas por haberme dejado marchar".
Mi hermana no está tan segura de mi razonamiento, pero nos cambiamos de ropa y nos vamos al baile. Suena el merengue. El ambiente es festivo, y la pista de baile está repleta. Es todo lo que yo había imaginado que sería. Estoy allí en medio de todo eso en un segundo, con mis pies siguiendo el ritmo y pasándolo muy bien.
Y entonces siento una mano en la parte trasera de mi cuello.
Una mano grande y fuerte. Una mano que siento como una tenaza.
Si lo hubiera visto venir, habría salido corriendo, pero no tuve opción. Ni siquiera puedo darme la vuelta. No hay necesidad. Solamente una persona en el mundo me agarra de ese modo. Mi padre está al lado de mi oreja, gritando por encima de la música.
"¿Qué estás haciendo aquí? ¿No te dije que trabajaras en la tienda?".
Yo no hablo de los pocos clientes en la tienda. No ofrezco ninguna defensa en absoluto, porque no hay nada que decir. He desobedecido. Me imaginaba que llegaría ese momento, pero tan solo esperaba poder bailar un poco más antes de que llegara. Mi padre ha estado bebiendo, y eso me hace tener aún más temor. Él es siempre más duro después de haber bebido un poco.
Me agarra del cuello con más fuerza y me impulsa hacia adelante. Dirige mi cabeza hacia una columna, un golpe directo. Me sale un gran chichón en la frente, y un arrebato de ira recorre mi cuerpo. Parte de mí quiere reaccionar, golpearlo, pero sé que es mejor no hacer nada y no decir nada, pues eso empeoraría aún más las cosas. Mucho más. Yo no regreso a la pista de baile. Sé que el cinturón llegará después, cuando mi padre regrese de la fiesta.
Nuestra casa está tan solo a 500 yardas, o metros, de distancia. Voy caminando a casa entre la oscuridad tropical, triste y dolido.
Pienso: ¿Por qué tiene que ser tan duro mi padre? ¿Por qué no puede entender lo que es ser un niño y lo que significa para mí estar en el carnaval?¿Por qué quiere hacerme daño todo el tiempo?
Sé que la tarea de un padre es ejercer disciplina y enseñar a los niños el bien y el mal. Pero ¿es así como tiene que hacerse? No lo sé. Estoy confundido. Quizá está en los genes. El hermano de mi padre, mi tío Miguel, vive en la puerta contigua a nuestra casa. Él es también muy duro con sus hijos. Trabaja en el barco con mi padre. Yo convivo mucho con él y su familia, y una vez decido preguntárselo claramente a mi tío.
De ninguna manera pensaría nunca preguntarle a mi padre.
"¿Por qué tú y mi padre son tan duros con sus hijos? ¿Quieren que vivamos teniéndoles miedo?".
Mi tío lo piensa durante unos momentos. Yo puedo decir que quiere responder la pregunta de la manera correcta. Él me parece más legible que mi padre.
"Sé que tu padre y yo somos tipos duros; pero si piensas que nosotros somos duros, deberías haber visto cómo era nuestro padre con nosotros", me dice él. "Eso no es una excusa, pero es la única forma que conocemos porque así nos criaron. Nos fuimos de casa tan pronto como pudimos, para alejarnos de todo aquello". Él no me da muchos detalles, pero sé que vivían en el interior, en una zona agrícola, y prácticamente tuvieron que huir, pues las cosas estaban muy mal.
Pienso en mi padre cuando era un niño, con miedo a su propio padre, yéndose cuando era tan solo un muchacho. Es difícil imaginarlo tan pequeño y vulnerable, pero escuchar a mi tío ayuda. Nunca dudo de que mi padre esté intentando ayudarme a encontrar mi camino en la vida al golpearme. No dudo de que él me quiera, aunque no son esas palabras las que él dice cuando yo soy niño. Es tan… tan… difícil todo el tiempo. Me alejo de mi tío Miguel sintiendo compasión por mi padre, sintiendo amor por mi padre. Sé lo mucho que él se interesa, lo mucho que intenta enseñarnos lo que necesitamos para ser exitosos en la vida. Aún así, sé una cosa.
Cuando yo tenga hijos, los disciplinaré y los enseñaré, pero voy a hacerlo de cualquier manera que no sea mediante el temor. Y oraré para que con sus propios hijos, ellos sean incluso mejores padres que yo.
2
Tortura en el agua
NO SE DEBE PESCAR cerca del Canal de Panamá. Hay demasiado tráfico en el mar allí, y los otros barcos no aminoran la velocidad. Cuando tu barco tiene el tamaño del de mi padre, 90 pies (27 metros) de longitud y 120 toneladas de peso, con redes que se extienden hasta mil pies (300 metros), no es fácil quitarse del camino si tienes que hacerlo.
Pero según mi padre, uno tiene que hacer lo que tiene que hacer. Como capitán de un barco de pesca, tiene un lema que he estado escuchando durante toda mi vida:
Las redes no ganan dinero dentro de el barco. Solo ganan dinero en el agua.
Tengo dieciocho años, el más joven de una tripulación de nueve miembros, y trabajo a jornada completa en el barco de mi padre. Es un pesado barco de hierro llamado Lisa, con un magnífico casco y oxidados parches de abolladuras y pintura oscura. Ha visto mejores tiempos, muchos. Yo no estoy a bordo porque quiera estar. Estoy a bordo para ganarme mis cincuenta dólares por semana para así poder ir a la escuela de mecánica. Ya he decidido que la vida de pescador no es para mí. No me gusta estar en el mar durante toda la semana, o las monstruosas horas de monotonía, y eso ni siquiera se acerca a los riesgos que implica.
Un amigo me dice: "¿Sabías que la pesca es la segunda ocupación más peligrosa, después de la explotación forestal? ¿Que es treinta veces más peligrosa que un trabajo regular?".
"No sabía eso", respondo. Pero no me sorprende. Entonces le hablo de un amigo de la familia que resultó con el brazo amputado cuando quedó atrapado entre dos barcos.
Hay otra razón por la que no me gusta ser pescador. Aborrezco estar lejos de Clara. ¿Seis días por semana en el mar y un día por semana con Clara? ¿Podemos revertir la proporción?
Sin embargo, en ese momento no tengo opción. Necesito dinero y es así como puedo ganarlo. Nuestras redes están en el agua, en el Golfo de Panamá, y no estamos teniendo un buen día. Durante horas hemos estado en uno de nuestros lugares acostumbrados donde hay muchas sardinas, llamado La Maestra, pero no hemos pescado nada y nos dirigimos de regreso a nuestra isla base. Estamos alejados unos veinte minutos, no lejos del canal, cuando se ilumina el sonar detector de peces.
Si el sonar está anaranjado, significa que te has cruzado con muchos peces. Si el sonar está en rojo, significa que has ganado la lotería de la pesca. El sonar está en rojo. Hay peces por todas partes. Nos hemos pasado todo el día sin acción alguna, y de repente estamos en lo alto de un banco enorme de sardinas. Aunque estamos cerca del canal, mi padre supone que a esta hora, cuando son más de las 11:00 de la noche, el tráfico marítimo no será un problema. El capitán solamente se gana cien dólares por cada tonelada de pescado, y yo solo gano 50 centavos por cada tonelada así que uno no quiere que ningún pez se aleje nadando.
"Lanzamos la red. Vamos. Los peces esperan", mi padre grita.
Lanzamos la red en un inmenso círculo, pues la idea es rodear a los peces con ella y después cerrarla rápidamente con dos cuerdas inmensas que suben tiradas por manijas hidráulicas a cada lado.
Es necesario un poco de tiempo, pero tenemos una captura inmensa, quizá ochenta o noventa toneladas de sardinas, la red está a rebosar, y nuestro barco está tan hundido por el peso que prácticamente se ve sumergido en el agua. Tenemos tantos peces, de hecho, que mi padre avisa por radio a otro par de barcos para que se acerquen y podamos transferir a ellos nuestra captura y regresar para pescar más. Aparecen los otros barcos y descargamos las sardinas, regresando después al mismo punto. Ahora son cerca de las 4:00 de la mañana. No es normal pescar a esa hora, pero no nos vamos a detener.
No cuando el sonar está en color rojo.
Mi padre vuelve al mismo lugar y lanzamos otra vez la red. Le resulta difícil maniobrar el barco en la fuerte corriente, pero llegamos donde tenemos que estar. Hay un hombre en la parte trasera y otro en la delantera trabajando con las cuerdas: inmensas líneas de cordeles trenzados que levantan el peso, llevando la captura hasta el barco. Las cuerdas son guiadas por un sistema de poleas, y en lo alto de las poleas hay solapas que las fijan en su lugar para que las cuerdas no queden descontroladas cuando la manija comience a tirar de ellas. Cuando las cuerdas comienzan a llegar, se mueven a velocidad cegadora, tan rápidamente como los autos en Daytona.
Trabajamos en medio de una completa oscuridad, y aún faltan dos horas para que salga el sol. Nuestras luces en cubierta no están encendidas porque las luces alertarían a los peces de nuestra presencia y se alejarían nadando. Estamos a punto de cerrar la red y encender las manijas hidráulicas para subir la captura. Yo estoy cerca del medio del barco, a unos seis pies (dos metros) de mi tío Miguel. Es un poco peligroso trabajar en la oscuridad, pero estamos todos tan familiarizados con lo que hay que hacer que normalmente no es ningún problema.
Excepto que una de las solapas de los tiradores no está segura. Durante el día, alguien sin duda alguna se habría dado cuenta. En la oscuridad, nadie lo nota.
Las cuerdas tienen que cerrar la red en tándem, una tras otra, y cuando yo me doy cuenta de que una de las cuerdas está muy por delante, le digo a un miembro de la tripulación que tiene la segunda cuerda que la suelte. Él la suelta, pero debido a que la solapa no está bien segura, cuando comienza a subir, la cuerda se suelta, acercándose a nosotros como si fuese una bazuca trenzada, saliéndose del agua y tocando la cubierta. Sucede en un instante. No hay tiempo alguno para apartarse del camino. La cuerda golpea a mi tío en el pecho, lanzando a un hombre de 240 libras (108 kilos) por el barco como si fuese una hoja de palmera. Mi tío se golpea en la cara con el borde de metal que divide un gran arcón lleno de agua salada en medio del barco. La cuerda llega hasta mí un microsegundo después, y también me golpea en el pecho, y yo salgo volando aún más lejos, pero no me golpeo con el borde de metal sino tan solo con la división misma.
Me rompo un diente, y también tengo arañazos y golpes, pero por lo demás resulto ileso. No tiene nada que ver con la capacidad atlética o ninguna otra cosa que yo haga para minimizar el daño; por la gracia de Dios, simplemente aterrizo en un lugar relativamente seguro.
Mi tío no es tan afortunado. Se abre la cara en dos, y comienza a salir sangre por todas partes. Resulta gravemente herido. Grita de dolor. Es lo más horroroso que he visto jamás.
"¡Paren! ¡Ayuda! ¡Miguel está herido!", grita alguien.
"¡Pidan ayuda! ¡Rápido! ¡Está gravemente herido!".
Todos a bordo gritan. Mi padre, que está al timón en la cabina de arriba, baja rápidamente para encontrar a su hermano que parece que le han dado un machetazo en la cara. Yo sigo repitiendo la horrorosa secuencia de acontecimientos. Una manija desatada, una cuerda fuera de control y, segundos después, un tío al que quiero, el hombre que amablemente me explicó por qué mi padre es tan estricto y rápido con el cinturón, parece estar punto de morir delante de mis propios ojos. Me gustaría poder hacer algo. Me gustaría poder hacer cualquier cosa. Mi padre llama por radio a la Guardia Costera, y son los primeros que responden, llegando minutos después para llevarse a mi tío al hospital más cercano. Ahora está saliendo el sol. Yo no me puedo quitar de la cabeza las brutales imágenes.
Mi tío es diabético, y eso complica inmensamente su recuperación. Parece estar mejor algunos días, y otros vuelve a recaer. Lucha por su vida durante un mes, y no gana esa pelea. El funeral y su entierro se realizan en Puerto Caimito. Acuden cientos de personas.
El sacerdote dice que Miguel se ha ido a casa para estar con el Señor. Nosotros nos sentimos tristes por la pérdida, pero tenemos que recordar que el Señor ha preparado un lugar para él, y él se ha ido a un lugar mejor. Hay nueve días de luto. Es la primera vez que recuerdo ver llorar a mi padre.
Regresamos al barco unos días después, porque las redes solamente ganan dinero en el agua. Regresamos el último día de luto. Los peligros del trabajo no son nada que nosotros podamos cambiar. Eso es lo que hacemos día tras día, semana tras semana.
Genre:
- "This man is greatness personified.... There has never been anyone like this. And it's likely there never will be." -- ESPN.com
- "Mariano Rivera has become a kind of living god of baseball." -- New York Times
- On Sale
- Sep 23, 2014
- Page Count
- 288 pages
- Publisher
- Little, Brown and Company
- ISBN-13
- 9780316405621
Newsletter Signup
By clicking ‘Sign Up,’ I acknowledge that I have read and agree to Hachette Book Group’s Privacy Policy and Terms of Use