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La Encrucijada
Donde Confluyen el Amor y el Abandono
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Anthony Spencer is egotistical, proud of being a self-made business success at the peak of his game, even though the cost of winning was painfully high. A cerebral hemorrhage leaves Tony comatose in a hospital ICU. He ‘awakens’ to find himself in a surreal world, a ‘living’ landscape that mirrors dimensions of his earthly life, from the beautiful to the corrupt. It is here that he has vivid interactions with others he assumes are projections of his own subconscious, but whose directions he follows nonetheless with the possibility that they might lead to authenticity and perhaps, redemption. The adventure draws Tony into deep relational entanglements where he is able to ‘see’ through the literal eyes and experiences of others, but is “blind” to the consequences of hiding his personal agenda and loss that emerge to war against the processes of healing and trust. Will this unexpected coalescing of events cause Tony to examine his life and realize he built a house of cards on the poisoned grounds of a broken heart? Will he also have the courage to make a critical choice that can undo a major injustice he set in motion before falling into a coma?
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1
UNA CONGREGACIÓN DE ESCÁNDALO
El más lastimoso de los hombres es aquel
que convierte sus sueños en oro y plata.
– GIBRÁN JALIL GIBRÁN
Algunos años en Portland, Oregón, el invierno es una aguanieve viscosa y pendenciera, y nieve escupida a tontas y a locas que se resiste, violenta, al arribo de la primavera, reclamando un arcaico derecho a seguir siendo la reina de las estaciones (a la larga vano intento de otra aspirante al trono). Pero este año no fue así. El invierno se marchó como una mujer desaliñada que se retira agachando la cabeza entre sucios harapos blancos y marrones, apenas con un gemido o promesa de retorno. La diferencia entre su presencia y su ausencia fue casi imperceptible.
A Anthony Spencer le daba lo mismo. El invierno era una lata, y la primavera no mejoraba gran cosa. De haber podido, habría quitado del calendario ambas estaciones, junto con la parte húmeda y lluviosa del otoño. Un año de cinco meses habría sido igual de bueno, preferible sin duda a largos periodos de incertidumbre. Cada cúspide de la primavera él se preguntaba por qué seguía en el noroeste, pero cada año le sorprendía haciéndose el mismo cuestionamiento. Tal vez la decepcionante familiaridad tenía sus compensaciones. La idea del cambio real era amedrentadora. Entre más se afianzaba él en sus hábitos y finanzas, menos se inclinaba a creer que otra cosa pudiera valer el esfuerzo, aun si éste fuera posible. Las rutinas conocidas, aunque desagradables a veces, al menos eran predecibles.
Anthony se recostó en su silla y lanzó la mirada desde su escritorio lleno de papeles a la pantalla de su computadora. Le bastaba con oprimir una tecla para monitorear sus propiedades: el condominio en el edificio contiguo; su oficina principal, estratégicamente ubicada en el centro de Portland, casi un rascacielos de mediano tamaño; la casa de sus escapadas a la costa, y la residencia en West Hills. Mientras vigilaba, tamborileaba nerviosamente en su rodilla con el índice derecho. Todo estaba en paz, como si el mundo contuviera el aliento. Hay muchas maneras de estar solo.
Aunque las personas que interactuaban con él en los negocios o en sociedad pensaban otra cosa, Tony no era un hombre jovial. Era decidido, y estaba siempre en pos de un nuevo beneficio. Esto solía requerir una presencia extrovertida y sociable, amplias sonrisas, contacto visual y firmes apretones de manos, y no por estimación genuina, sino porque todos podían tener información valiosa para triunfar. Tony hacía tantas preguntas que generaba un aura de interés verdadero, lo cual hacía sentir importantes a los demás, pero dejándolos también con un vacío perdurable. Famoso por sus gestos de filantropía, comprendía el valor de la compasión como medio para alcanzar objetivos más sustanciales. La bondad vuelve más manipulable a la gente. Luego de algunos intentos vacilantes, concluyó que los amigos, de cualquier tipo, eran una mala inversión. Producían muy bajos rendimientos. La verdadera comprensión era inconveniente, y un lujo para el cual él no disponía de tiempo ni energía.
Definía en cambio el éxito como administrar y desarrollar bienes raíces, empresas diversas y una creciente cartera de inversiones, ámbito en el que se le respetaba y temía como negociador severo y agente magistral. Para Tony, la felicidad era un sentimiento transitorio y absurdo, un vaho en comparación con el aroma de un negocio potencial y el regusto adictivo de la victoria. Como el viejo Scrooge, se deleitaba arrancando los últimos vestigios de dignidad de quienes lo rodeaban, en especial de empleados que trabajaban con ahínco, si no por respeto, sí por miedo. No cabe duda de que un hombre así no es digno de amor ni compasión.
Cuando sonreía, Tony casi podía parecer apuesto. La genética lo había dotado de un cuerpo de más de metro ochenta de estatura y cabellera abundante, que aun ahora, a la mitad de sus cuarentas, no daba trazas de querer abandonarlo, pese a las canas que ya salpicaban sus sienes. Evidentemente anglosajón, un toque de algo más fino y misterioso suavizaba sus facciones, sobre todo en los raros momentos en que su acostumbrada conducta formal era sacudida por una carcajada desmedida o extravagante.
Desde casi cualquier punto de vista, Tony era rico, exitoso y un buen partido. Algo mujeriego, hacía el ejercicio suficiente para mantenerse en la contienda, luciendo un abdomen apenas pronunciado que podía sumirse con facilidad. Así, las mujeres iban y venían, entre más rápido mejor, haciendo sentir a cada una menos valiosa por la experiencia.
Él se casó dos veces con la misma mujer. Su primera unión, siendo ambos apenas mayores de veinte, dio origen a un hijo y una hija; esta última, ya una joven ahora, vivía enfadada al otro lado del país junto a su madre. El hijo era otra historia. Este matrimonio había terminado en divorcio por diferencias irreconciliables, un clásico caso de desamor calculado e insensible falta de consideración. En solo unos cuantos años, Tony logró hacer añicos la autoestima de Loree.
Pero el problema fue que ella se retiró dignamente, y eso para él no valió como una victoria propia. Entonces Tony pasó los dos años siguientes cortejándola de nuevo, hizo una espléndida celebración de segundas nupcias y dos semanas más tarde presentó otra notificación de divorcio, la cual, se rumoraba, tenía lista desde antes que los contrayentes estamparan sus firmas en la segunda acta de matrimonio. Aunque esta vez Loree se le echó encima con toda la furia de una mujer desdeñada, y él la aplastó financiera, legal y psicológicamente. Es innegable que, en esta ocasión, Tony se anotó una victoria. Había sido un juego despiadado, pero solo para él.
El precio que pagó fue perder a su hija, algo que se alzaba como un espectro en las sombras de un ligero exceso de whisky, inquietud minúscula que podía disimularse pronto en la agitación del trabajo y el triunfo. Su hijo fue una importante razón inicial para el whisky, medicina sin receta que suavizaba los filos irregulares del remordimiento y el recuerdo, y moderaba las migrañas agudas que se habían convertido en un acompañante ocasional.
Si la libertad es un proceso paulatino, la infiltración del mal lo es también. Pequeños ajustes a la verdad y justificaciones menores erigieron con el tiempo un edificio totalmente imprevisto. Esto se aplica a todo Hitler, Stalin o persona común. La casa interna del alma es espléndida pero frágil; cualquier mentira y traición incrustadas en sus paredes y cimientos alteran la estructura de manera inimaginable.
El misterio de cada alma humana, aun la de Anthony Spencer, es profundo. Él fue parido en una explosión de vida, un universo interior en expansión con sus propios sistemas solares y galaxias en simetría y elegancia inconcebibles. Aquí, hasta el caos cumplió su parte, y el orden emergió como subproducto. Posiciones sociales esenciales participaron en la danza de las fuerzas gravitacionales en competencia, cada cual añadiendo a la mezcla su rotación propia, poniendo en movimiento a los ejecutantes del vals cósmico y desplegándolos en un constante toma y daca de espacio, tiempo y música. A este camino llegaron, arrolladores, la derrota y el dolor, provocando que esa intensidad perdiera su delicada estructura y comenzara a desmoronarse sola. El deterioro arribó a la superficie en forma de temor autoprotector, ambición egoísta y endurecimiento de todo lo sensible. Lo que había sido una entidad viviente, un corazón de carne, se convirtió en piedra; una roca dura y pequeña ocupaba la cáscara, la corteza del cuerpo. Esa forma fue alguna vez expresión de maravilla y magnificencia internas. Ahora ha de abrirse paso sin apoyo, fachada en busca de corazón, una estrella agonizante que devora su propio vacío.
El dolor, la pérdida y finalmente el abandono son demasiado duros por separado, pero juntos producen una desolación casi insoportable. Ellos armaron la existencia de Tony, a quien equiparon con la aptitud para ocultar navajas en palabras y levantar muros que protegiesen su interior de todo acercamiento, y al que mantenían encerrado en una ilusión de seguridad en medio de su soledad y aislamiento. Poca música verdadera había ahora en la vida de Tony, migajas de creatividad apenas audibles. La pista sonora de su subsistencia no pasaba siquiera por música ambiental; insulsas melodías de elevador acompañaban su predecible verborrea comercial.
Quienes lo reconocían en la calle lo saludaban inclinando la cabeza, aunque los más perceptivos vomitaban su desdén una vez que él pasaba. Muchos otros, sin embargo, se dejaban seducir fácilmente, aduladores a la espera de la siguiente orden, ansiosos de una pizca de aprobación o presumible afecto. En la estela del éxito supuesto, los demás se dejan arrastrar por la necesidad de sostener su importancia, identidad y agenda. La percepción es realidad, aun si la percepción es una mentira.
Tony tenía una opulenta mansión en terrenos situados en el norte de West Hills, y a menos que diera en ella una fiesta en busca de algún beneficio, mantenía con calefacción solo un área reducida. Aunque casi nunca se molestaba en quedarse ahí, conservaba el lugar como monumento al triunfo sobre su mujer. Loree la había conseguido como parte del arreglo de su primer divorcio, pero tuvo que venderla para pagar las ascendentes cuentas legales del segundo. Él se la compró (a través de un intermediario) muy por debajo de su valor, y después organizó una fiesta sorpresa de desalojo, con todo y policías que escoltaron a su pasmada exesposa hasta la puerta de la casa justo el día en que se cerró la venta.
Tony se inclinó de nuevo para apagar la computadora y tomar su whisky, y giró en su silla para contemplar la lista de nombres que había escrito en un pizarrón blanco; se levantó, borró cuatro de ellos, añadió otro, y volvió a echarse sobre su asiento, reiniciando su habitual cadencia de trote de caballos con sus dedos sobre el escritorio. Hoy estaba de peor humor que de costumbre. Obligaciones de negocios lo habían forzado a asistir a una conferencia en Boston, de escaso interés para él, pero una crisis menor de recursos humanos le hizo volver un día antes de lo previsto. Aunque le irritaba tener que lidiar con una situación que sus subordinados podían manejar fácilmente, agradecía haber tenido un pretexto para dejar aquellos seminarios casi intolerables y regresar a sus casi intolerables rutinas en las que, al menos, ejercía más control.
Pero algo había cambiado. Lo que empezó como el asomo de una sombra de inquietud se transformó en una voz consciente. Tony había tenido durante varias semanas la persistente sensación de que lo seguían; al principio no hizo caso, juzgándola como efecto del estrés o fabricaciones de una mente saturada de trabajo. Pero una vez implantada, esa idea halló tierra fértil, y lo que empezó como una semilla fácil de arrasar por una seria consideración terminó echando raíces que pronto se expresaron en hipervigilancia nerviosa, lo que consumió aún más energía de una mente siempre alerta.
Empezó por percibir detalles de sucesos menores que, por separado, apenas si incitaban un insignificante asombro, pero juntos, en su conciencia se tornaron en un coro de alerta. La camioneta negra que a veces lo seguía de cerca camino a su oficina central; el empleado de la gasolinera que tardaba varios minutos en devolverle su tarjeta de crédito; la compañía de seguridad que le notificó tres fallas de energía que parecieron afectar solo a su casa porque las de sus vecinos permanecían bien iluminadas, habiendo durado cada apagón justo veintidós minutos a la misma hora tres días consecutivos. Tony comenzó a poner más atención en discrepancias triviales, incluso en la manera como lo miraban: el empleado de Stumptown Coffee, el guardia de seguridad de la entrada y aun el personal que ocupaba los escritorios de la oficina. Notó que todos desviaban la mirada cuando él se volvía hacia ellos, evitando mirarle a los ojos y cambiando rápidamente su lenguaje corporal para indicar que estaban atareados en otra cosa.
Había una semejanza inquietante en las reacciones de esas personas diferentes, como si estuvieran coludidas entre sí. Parecían compartir un secreto que él desconocía. Entre más observaba, más notaba, así que observaba más. Siempre fue un tanto paranoico, pero esto ya rayaba en constantes especulaciones de conspiración, de manera que vivía nervioso y agitado.
Tony tenía esta pequeña oficina privada, con recámara, cocina y baño, desconocida incluso para su abogado personal. Era su refugio junto al río en la punta de Macadam Avenue, para las veces en que sencillamente quería desaparecer unas horas o pasar la noche fuera del radar.
También era dueño del gran inmueble que daba alojamiento a este escondite, aunque años antes había transferido el título de propiedad a una compañía fantasma. Renovó entonces una parte del sótano, que equipó con la más avanzada tecnología de vigilancia y seguridad. Además de los contratistas, todos ellos reclutados a distancia, nadie había visto nunca estas habitaciones. Ni siquiera los planos del edificio revelaban su existencia, gracias a sobornos a constructores y donativos certeros a cadenas de mando del gobierno local. Tras introducir el código apropiado en lo que parecía un antiguo teclado telefónico al fondo de una conserjería en desuso, una pared corrediza revelaba una puerta de acero contra incendios y un moderno sistema de entrada de cámara y teclado.
El lugar contaba con casi todos los servicios, conectado a fuentes de energía eléctrica e internet independientes de las del resto del complejo. Adicionalmente, si el software de monitoreo de seguridad descubría un intento de ubicar el sitio por retrorrastreo, bloqueaba el sistema hasta que se reiniciaba introduciendo un nuevo código de generación automática. Esto solo podía hacerse desde uno de dos lugares: el escritorio de su oficina en el centro o dentro de la guarida secreta. Por costumbre, Tony apagaba antes de entrar su teléfono móvil, y le quitaba la tarjeta SIM y la batería. Una línea privada podía activarse en caso necesario.
Nada estaba de sobra aquí. Muebles y cuadros eran simples, casi frugales. Nadie vería jamás este sitio, así que todo en él significaba algo para Tony. Las paredes estaban cubiertas de libros, muchos de los cuales nunca había abierto pero que pertenecieron a su padre. Su madre les había leído a su hermano y a él otros más, especialmente clásicos. Las obras de C. S. Lewis y George MacDonald destacaban entre los favoritos de la infancia. Una antigua edición de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde saltaba a la vista, aunque solo para sus ojos. Apretujada en un extremo del estante estaba una plétora de libros de negocios, bien leídos y marcados, un arsenal de mentores. Obras de Escher y Doolittle colgaban al azar de las paredes, y un viejo tocadiscos ocupaba una esquina. Tenía una colección de discos de vinilo, cuyas ralladuras eran reconfortantes recordatorios de tiempos idos hace mucho.
En esta oficina oculta tenía asimismo sus cosas y documentos más importantes: escrituras, títulos de propiedad y, sobre todo, su testamento oficial. Este último era objeto de revisiones y cambios frecuentes, para poner o quitar personas conforme se cruzaban en su camino y cuyas acciones lo enojaban o complacían. Imaginaba el impacto de una dádiva o su ausencia en quienes se interesarían en su patrimonio una vez que él se sumara a las filas de los fieles difuntos.
Su abogado personal, distinto a su asesor legal general, tenía una llave de una caja de seguridad en la sucursal de Wells Fargo en el centro. Para conseguir acceso a ella era indispensable presentar el acta de defunción. Contenía instrucciones que revelaban la ubicación de la oficina y departamento privados de Tony, cómo entrar a ellos y dónde encontrar los códigos para abrir la caja fuerte oculta en el sótano. Si alguien pretendía acceder a ella sin el acta de defunción certificada, el banco debía notificar a Tony de inmediato; y tal como se lo había advertido a su abogado, si eso llegaba a suceder, la relación entre ambos se cancelaría sin más, junto con la sustancial iguala que éste recibía puntualmente el primer día hábil de cada mes.
Por mero alarde, Tony guardaba un testamento anterior en la caja fuerte de su oficina central. Algunos de sus socios y colegas tenían acceso a esta caja con fines financieros, y él esperaba en secreto que la curiosidad venciera a uno u otro de ellos, cuyo placer inicial por conocer su contenido, él imaginaba, derivaría en el acto aleccionador de la lectura de su testamento legítimo.
Era de conocimiento público que poseía y administraba la propiedad contigua al edificio que albergaba su lugar secreto. Era ésta una estructura similar, con locales comerciales en la planta baja y condominios arriba. Estos dos edificios compartían un estacionamiento subterráneo, con cámaras estratégicamente colocadas que parecían cubrir toda el área pero que en realidad dejaban libre un pasillo que podía atravesarse sin detección. Tony podía acceder rápidamente a su refugio sin ser percibido.
Para justificar su frecuente presencia en esta parte de la ciudad, compró, bajo la luz pública, un condominio de dos recámaras en el primer piso del edificio junto a su oficina secreta. Este departamento contaba con todos los lujos y servicios, y era así una pantalla perfecta; él pasaba más noches ahí que en su casa en West Hills o su madriguera en la costa cerca de Depoe Bay.
Había medido el tiempo de traslado a pie por el estacionamiento entre el condominio y su santuario secreto, y sabía que podía aislarse en éste en menos de tres minutos. En la seguridad de este asilo cercado y protegido estaba conectado con el mundo exterior mediante el videomaterial grabable que monitoreaba sus propiedades y su oficina del centro. El vasto hardware electrónico tenía como fin su protección, más que su beneficio. Pero de ningún modo tenía cámaras escondidas en baños o dormitorios, pues sabía que otros los usarían ocasionalmente con su autorización. Él podía ser muchas cosas desagradables, pero no un voyeur.
Quien reconocía su auto al entrar al estacionamiento suponía simplemente, por lo general en forma atinada, que llegaba a pasar la noche a sus condominios. Se había vuelto un elemento rutinario, parte del ruido de fondo de las actividades diarias, y su presencia o ausencia no emitía señal alguna, no llamaba la atención, justo como él quería. Aun así, dada su creciente ansiedad, era más cauteloso que de costumbre. Alteraba sus rutinas lo bastante para sorprender a alguien que lo siguiera, aunque no tanto como para despertar sospechas.
Lo que no entendía era por qué en primer lugar alguien lo seguiría o cuáles serían sus motivaciones e intenciones. Había quemado sus naves, en realidad la mayoría de ellas, y suponía que ahí hallaría las respuestas. Debe ser por dinero, conjeturaba. ¿Acaso no todo era por dinero? ¿Sería su exesposa? ¿Preparaban sus socios un golpe para despojarlo de su parte, o se trataría de un competidor? Tony dedicaba horas—días—a estudiar los datos financieros de cada transacción pasada y presente, cada fusión y adquisición, en busca de una norma fuera de lugar, pero no encontraba nada. Luego se sumergía en los procesos de operación de sus múltiples bienes, buscando… ¿qué? ¿Algo inusual, un indicio o pista que explicara qué sucedía? Detectó algunas anomalías, pero cuando, sutilmente, las planteó a sus socios, pronto fueron corregidas o explicadas en congruencia con los procedimientos de operación estándar que él mismo había elaborado.
Aun en el marco de una economía en problemas, sus negocios marchaban bien. Había convencido a sus socios de mantener una sólida base de activos líquidos, y ahora ellos adquirían propiedades y se diversificaban en empresas con valor inferior al de liquidación y con autonomía de los bancos, los que, por protección, decidieron restringir el crédito. Él era en esos días el héroe de la oficina, pero esto no le daba mucha paz. Todo respiro era efímero, y cada éxito no hacía sino elevar el nivel de expectativas de desempeño. Vivir así era agotador, pero él se resistía a otras opciones, juzgándolas fáciles e irresponsables.
Pasaba cada vez menos tiempo en su oficina central, aunque nadie ansiaba la oportunidad de estar a su lado. Su creciente paranoia lo volvía más irritable de lo normal, y hasta el menor percance lo hacía explotar. Aun sus socios preferían que trabajara fuera, y cuando su oficina estaba a oscuras exhalaban un suspiro de alivio colectivo y trabajaban más y en formas más creativas. Tal es el poder debilitador de querer controlarlo todo, estrategia que él solía enorgullecerse en aplicar.
Pero justo en este espacio, en este descanso momentáneo, habían salido a la superficie sus temores, su sensación de ser un blanco móvil, objeto de la atención indeseable e inoportuna de alguien o algo. Y por si fuera poco, habían vuelto, aumentados, sus dolores de cabeza. Estas migrañas solían ser precipitadas por episodios de pérdida de la visión, seguidos casi al instante por palabras arrastradas que le complicaban terminar una frase. Todo esto anunciaba la irrupción inminente de una invisible púa en su cráneo, en el espacio detrás del ojo derecho. Sensible entonces a la luz y el sonido, Tony se reportaba con su asistente personal antes de reptar hasta los oscuros rincones de su condominio. Armado de analgésicos y ruido blanco, dormía hasta que el dolor retornaba solo cuando se reía o sacudía la cabeza. Se convenció así de que el whisky contribuía a su proceso de recuperación, pero la verdad es que buscaba cualquier pretexto para servirse otro.
¿Por qué ahora? Después de meses sin migraña, ahora casi no pasaba una semana sin ella. Comenzó a vigilar entonces su dieta, preocupado de que alguien estuviera vaciando veneno en lo que comía o bebía. Cada vez era más común que se sintiera cansado, y aun con somníferos estaba exhausto. Hizo por fin una cita para un chequeo médico, al que no asistió porque una reunión inesperada requirió su presencia para resolver asuntos relativos a una adquisición importante que se había venido abajo. Reprogramó la cita para dos semanas más tarde.
Cuando la incertidumbre afecta la rutina, uno empieza a pensar en su vida, en quién importa y por qué. En general, Tony no estaba a disgusto con la suya; era rico, más que la mayoría, lo cual no estaba mal para un hijo adoptivo a quien el sistema le había fallado, aunque había dejado de llorar por eso. Cometió errores y había lastimado a personas, pero ¿quién no? Estaba solo, aunque casi siempre prefería estarlo. Tenía una casa en West Hills, un refugio costero en Depoe Bay, su condominio junto al río Willamette, inversiones sólidas y la libertad de hacer casi cuanto quería. Estaba solo, pero casi siempre prefería eso… Había cumplido todos los objetivos que se había propuesto, al menos todas sus metas realistas, y sobrevivía en sus cuarentas con una inquietante sensación de vacío y remordimientos trasminados. Éstos se habían acumulado en su interior, en esa bóveda invisible que los seres humanos creamos para protegernos de nosotros mismos. Claro que estaba solo, pero casi siempre…
Tras aterrizar en Portland desde Boston, fue directo a su oficina central y sostuvo una explosiva discusión con dos de sus socios. Se le ocurrió entonces la idea de hacer una lista de las personas en quienes confiaba; no de aquellas en las que decía confiar, sino en las que de veras confiaba: a quienes contaba sus secretos, con quienes compartía sus sueños y ante quienes exhibía sus debilidades. Por eso se había encerrado en su oficina oculta, había sacado un pizarrón blanco y un whisky y empezado a escribir y borrar nombres. Su lista nunca fue larga, y originalmente incluyó a socios, algunos empleados, uno o dos conocidos fuera del trabajo y un par de personas a las que trataba en clubes privados y viajes. Pero tras contemplarla una hora, la redujo más todavía, a solo seis personas. Recostándose en su asiento, sacudió la cabeza. Este ejercicio se había vuelto inútil. Toda la gente en la que de verdad confiaba estaba muerta, aunque había ciertas dudas respecto al último nombre.
Su padre y, particularmente, su madre encabezaban el grupo. Estaba consciente de que muchos de los recuerdos que tenía de ellos habían sido idealizados por el tiempo y el trauma, mientras que la nostalgia había borrado sus características negativas. Atesoraba, descolorida, la última fotografía tomada antes de que un adolescente de parranda perdiera el control y convirtiera el esplendor en escombros. Abrió la caja fuerte y la sacó, protegida ahora por una hoja plastificada, pese a lo cual intentó alisar sus arrugas, como si sus padres pudieran sentir sus caricias. Su padre había pedido a un desconocido que les tomara una foto afuera de la ya extinta nevería Farrell's; él, un niño larguirucho de once años con su hermano, Jacob, de siete, parado adelante. Reían de algo, su madre con la cara al cielo, visible la alegría del momento en sus bellas facciones, su padre con una sonrisa irónica, que era lo más que podía hacer. No obstante, esa sonrisa había bastado. Tony la recordaba con claridad. Ingeniero, no dado a la expresión emocional, su padre dejaba escapar de vez en cuando una sonrisa, que casi significaba más por ser poco abierto. Tony había intentado recordar de qué se reían, interrogando la foto horas enteras como si pudiera revelar el secreto; pero por más que trataba, este último seguía fuera de su alcance, exasperante y enloquecedor.
En su lista estaba después la Madre Teresa, seguida muy de cerca por Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr. Todos ellos eran grandes, todos idealizados, cada uno muy humano, vulnerable, maravilloso y ya fallecido. Tras sacar una libretita, Tony escribió aquellos nombres, arrancó la hoja y la tomó entre su índice y pulgar derechos. ¿Por qué eligió a esas personas? La lista final había sido casi espontánea, quizá un reflejo auténtico proveniente de un origen profundo y hasta real, incluso de una añoranza. Aborrecía esta palabra, pero por algún motivo también le gustaba. En un principio parecía débil, pero tenía una resistencia enorme, y había durado más que otras cosas que fueron y vinieron en su vida. Esos tres personajes emblemáticos representaban, junto con el último nombre de la lista, algo superior a él, la alusión a una canción nunca entonada pero evocadora, la potencialidad de lo que él hubiera podido ser, una invitación, un reclamo, un tierno anhelo.
El último nombre era el más difícil, aunque también el más fácil: Jesús, el obsequio de Belén al mundo; Jesús, el carpintero que supuestamente era Dios sumándose a nuestra humanidad, y quien quizá no estaba muerto, según los rumores religiosos. Tony sabía por qué Jesús estaba en la lista. Este nombre tendía un puente con los más vívidos recuerdos que tenía de su madre. Ella había amado a ese carpintero, y todo lo que tenía que ver con él. Claro que también su papá lo había amado, pero no tanto como su mamá. El último regalo que ella le dio reposaba en su caja fuerte, en el sótano del edificio que albergaba su lugar secreto, y era su bien más preciado.
Menos de dos días antes de que sus padres le fueran violentamente arrebatados, ella había ido inexplicablemente a su recámara. Ese recuerdo estaba grabado en su alma. Él tenía entonces once años, hacía su tarea y de pronto ahí estaba ella, recargada en la puerta, una mujer menudita con un delantal floreado y un manchón de harina en la mejilla justo donde había quitado un mechón desprendido del lazo que mantenía en alto su cabellera, ajena a su actividad. La harina hizo saber a Tony que ella había estado llorando, pues el rastro de sus lágrimas dejó un curso irregular en su cara.
Genre:
- On Sale
- Apr 16, 2013
- Page Count
- 288 pages
- Publisher
- FaithWords
- ISBN-13
- 9781455545612
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