Un Viaje Improbable

Despertando de Mi Sueño Americano

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By Julian Castro

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Julian Castro, 2020 Presidential candidate, keynote speaker at the 2012 DNC, and former San Antonio mayor and Secretary of Housing and Urban Development, tells his remarkable and inspiring life story.

In the spirit of a young Barack Obama’s Dreams from My Father comes a candid and compelling memoir about race and poverty in America. In many ways, there was no reason Julian Castro would have been expected to be a success. Born to unmarried parents in a poverty-stricken neighborhood of a struggling city, his prospects of escaping his circumstance seemed bleak.

But he and his twin brother Joaquin had something going for them: their mother. A former political activist, she provided the launch pad for what would become an astonishing ascent. Julian and Joaquin would go on to attend Stanford and Harvard before entering politics at the ripe age of 26. Soon after, Joaquin become a state representative and Julian was elected mayor of San Antonio, a city he helped revitalize and transform into one of the country’s leading economies.

His success in Texas propelled him onto the national stage, where he was the keynote speaker at the 2012 DNC — the same spot President Obama held three conventions prior — and then to Washington D.C. where he served as the Obama Administration’s Secretary of Housing and Urban Development.

After being shortlisted as a potential running mate for Hillary Clinton, he became a 2020 Presidential candidate. Julian Castro’s story not only affirms the American dream, but also resonates with millions, who in an age of political cynicism and hardening hearts are searching for a new hero. No matter one’s politics, this book is the transcendent story of a resilient family and the unlikely journey of an emerging national icon.

Excerpt

Introducción

No era todavía el mediodía del Día de los Padres del 2018, pero ya el calor había ascendido a los ochenta. A lo largo de la ruta US 281 del sur de Texas, hay áreas de maleza que se extienden hasta muy lejos, y con la ventana hacia abajo y el sol en el ángulo correcto, usted juraría que se extiende al infinito. Apagué el aire acondicionado y dejé que el aire caliente me golpeara mientras me dirigía al sur hacia el Valle del Río Grande de Texas, en frontera con México. Estaba a la mitad del recorrido de casi cuatro horas, y pasé el tiempo imaginando lo diferente que habría sido mi vida si las circunstancias para los inmigrantes de casi un siglo atrás hubiesen sido más parecidas a las actuales.

Estaba en camino para encontrarme con un grupo de activistas preocupados en el centro de procesamiento y detención Ursula, cerca de una milla de la frontera. Estaban haciendo el viaje para protestar contra la política administrativa de Trump de separar a los niños de padres que fueron detenidos en la frontera. Uno de los activistas traía cajas de juguetes de peluche y cartas de apoyo escritas por niños estadounidenses, pero no había ninguna ilusión de que estos artículos hicieran más que proporcionar un alivio temporal. Aun así, dada la experiencia traumática que atravesaban esos niños, era lo mínimo que podíamos hacer.

Como me iba bien temprano esa mañana, mi esposa, hijo e hija me llevaron a cenar la noche anterior para celebrar el Día de los Padres. Carina tenía nueve años y Cristián tres, y ambos estaban felices de pasar tiempo con papá. Al sentirme tan amado estando con ellos, había sido casi imposible no pensar en los miles de niños de su edad, a solo unos cientos de millas de distancia, quienes fueron arrancados de sus padres. Según los informes, a los bebés y niños pequeños se les trasladaba a refugios de “edad tierna”, y los demás niños carecían de medicamentos y pasaban semanas sin bañarse.

Mientras me acercaba a Ursula, mis pensamientos volvían a mi abuela, Mamo. Los psicólogos advierten sobre el trauma sufrido por los niños que son separados de sus familias, y yo había crecido presenciando un ejemplo del daño a largo plazo. Incluso a los setenta años, Mamo todavía lloraba desconsoladamente al recordar haber sido sacada del lado su madre moribunda y haberle dicho que viviría con otra familia en los Estados Unidos. Al momento en que Mamo cruzó la frontera en 1922, dejaba atrás a dos padres muertos y una vida de disturbios provocada por la Revolución Mexicana que duró una década. Las circunstancias de ese cruce de frontera, aunque ciertamente diferente a la experiencia de los niños que esperaba visitar, habían dejado un impacto duradero en su vida.

Su viaje improbable fue la pieza central de mi discurso en la Convención Nacional Demócrata de 2012, donde describí el sueño americano como un relevo en el que los sacrificios de una persona, en mi caso los de Mamo, fueron vitales para el éxito de las generaciones posteriores. Debido a la difícil jornada de vida que tuvo Mamo, para mi madre, y luego mi hermano Joaquín y yo, fue posible que tuviéramos unas oportunidades que ella nunca tuvo.

La política de inmigración del gobierno del presidente Donald Trump parecía diseñada para infligir crueldad a niños inocentes, dejando una impresión muy diferente de la tierra de oportunidades. Independientemente de la afiliación política, había una sensación generalizada de que un ideal estadounidense había sido profanado. Esto fue una llamada de atención para la nación.

Cuando los ciudadanos acudieron en ayuda de los no ciudadanos, vi pocos ejemplos de grandilocuencia política. El país puede estar profundamente dividido entre sus líneas partidistas, pero la respuesta aparentemente instintiva que presencié en mi visita fue que nosotros, como estadounidenses, somos más parecidos que diferentes. Si el más alto oficial titular en la tierra iba a implementar una política tan flagrantemente antiamericana, entonces los estadounidenses iban a diferir.

Muchos comenzaron a llamar la ley un abuso de niños patrocinado por el estado, y esta caracterización, como me di cuenta rápidamente, no era una hipérbole. La indignación se extendió como un reguero de pólvora cuando los presentadores de noticias rompieron a llorar y las aerolíneas se negaron abiertamente a alejar a los niños de sus padres.

Cuando llegué a Ursula, ya estaba sudado bajo el calor de noventa y siete grados. Caminé desde mi automóvil hasta el grupo que se había reunido afuera del edificio de un piso donde las familias estaban siendo separadas físicamente. Los manifestantes portaban carteles, coreaban y concedían entrevistas a los medios de comunicación, ejerciendo los derechos por los que generaciones de estadounidenses lucharon y murieron, y lo hicieron de manera noble. Eso estaba funcionando. La gente publicó fotos de niños transportados en las redes sociales; se hicieron protestas en todo el país; y la administración comenzó a retroceder en su política de cero tolerancia.

Conocí a Lea, de doce años, de Miami, quien tiene un padre indocumentado. Ella vino a la demostración con su hermana mayor y las dos hablaron elocuentemente sobre el temor de reunirse con su padre y que se lo quitaran. Lea y yo caminamos hacia Ursula, llevando la caja de juguetes de peluche y las tarjetas para los niños. Las puertas de cristal estaban oscurecidas y aseguradas, así que presioné el timbre en el intercomunicador. Un oficial de la Patrulla Fronteriza respondió. Me presenté y dije: “Quiero dejar algunas cartas para los niños que están aquí, junto con algunos juguetes de peluche”.

“Está bien, sí, enviaremos a alguien por ello”, fue la respuesta.

La puerta permaneció cerrada, y la caja de peluches con las cartas todavía estaba afuera de la instalación cuando me fui luego de una hora más tarde.

El camino a casa fue conflictivo. Como mexicano-estadounidense, tenía una historia común con muchas de las familias que solicitaban asilo. El asunto de la inmigración es complicado y está en constante evolución, pero muchas personas olvidan que su propio linaje puede rastrearse hasta otra tierra, otra nación, un momento en que la supervivencia de su familia dependía de la empatía y aceptación de forasteros. No es ningún secreto que la mayoría de nosotros vinimos aquí porque Estados Unidos representaba una tierra con amplias oportunidades, un lugar donde uno podía alcanzar niveles de éxito inimaginables a través del trabajo duro. Los tiempos y las circunstancias cambian, me doy cuenta. Pero si bien es fácil hablar sobre el sueño americano, de vez en cuando, tenemos que actuar para despertarnos y asegurarnos de que no se está convirtiendo en obsoleto como pasó en Ursula.

Sin embargo, la gente está despertando. Su activismo atronador y unificador llamó la atención sobre una injusticia que contradice la esencia fundamental de nuestra nación. Tomamos una posición y un paso poderoso para reafirmar la creencia nacional en el sueño americano. Tres días después, el presidente Trump firmó una orden ejecutiva para poner fin presumiblemente a la política de separación familiar.

El volumen de las protestas fue instrumental en la difusión de las vidas que estaban siendo destruidas por nuestro gobierno federal. Escuchar esas historias, presenciar esos corazones rotos y ver las caras de esos niños humanizó la experiencia migratoria de una manera que convocó la compasión colectiva que nosotros, como estadounidenses, tenemos no solo para nosotros mismos, sino también para nuestros semejantes, independientemente de su nacionalidad.

La historia de mi propia familia se remonta a un cruce fronterizo similar. Espero que contar esa historia pueda ayudar a mostrar cuán inextricablemente entrelazada está la experiencia del inmigrante con la experiencia estadounidense, y que pueda servir como recordatorio de que los inmigrantes son uno de nuestros más grandes recursos como nación, mientras colaboramos hacia una continua prosperidad estadounidense en el siglo XXI.




PRIMERA PARTE




Capítulo uno

Es borroso donde las historias familiares comienzan, pero mi hermano gemelo, Joaquín, y yo siempre hemos considerado que agosto del 1922 fue el comienzo de la nuestra.

Una niña de siete años, cabello negro cayendo sobre sus hombros, sostenía la mano de su hermana menor mientras seguía al hombre y la mujer que acababan de conocer. El polvo que colgaba en el aire caliente cubría los gastados zapatos de cuero negro de la niña y los calcetines que ya no se mantenían en alto. El grupo caminó a lo largo de una línea de frondosos arbustos verdes que bordeaban el Río Grande, un oasis en el desierto y maleza que se extendía miles de millas en todas las direcciones.

Se detuvieron al pie de un puente, y el hombre se secó la frente con un pañuelo. El día no era más caluroso que de costumbre, pero era casi cien grados y había habido poca sombra en la caminata.

Susurró a las dos huérfanas, diciéndoles que ya casi estaban llegando. Señaló al otro lado del puente hacia un edificio que tenía un techo de madera y un letrero que decía Aduana e Inmigración de EE. UU. colgando en un lado. El hombre explicó cómo pasarían y firmarían algunos documentos antes de ir al nuevo país. Por alguna razón, la niña recordaría más tarde las palabras “Eagle Pass” de su explicación del cruce fronterizo internacional.

Cuatro hombres altos con sombreros sucios y manchados de sudor permanecían debajo del puente. Todos sostenían rifles, pero los bajaron mientras indicaban a las cuatro personas que pasaran hacia adelante. La niña de siete años miró las bolsas de munición de cuero que colgaban de los cinturones de los hombres. Un hombre llevaba un cuchillo que le llegaba hasta las rodillas, con la funda rayada y aceitada por años de uso.

Nerviosa, contempló las botas hasta la rodilla de los guardias fronterizos, los pantalones metidos dentro y cubiertos de polvo. Uno de los guardias posó su rifle casualmente sobre su hombro y sonrió a la niña. Trató de hablarle un poco de español, pero ella solo asintió tímidamente, todavía en estado de conmoción por enterarse de la muerte de su madre por tuberculosis pocos días antes. No estaba segura de haber dejado de llorar antes de que el hombre y la mujer le explicaran que la llevaban con ellos a Estados Unidos, donde vivían.

Apretó la mano de su hermana y sonrió al hombre del sombrero otra vez. Parecía compasivo, pero parecía un soldado, y ya había visto demasiados soldados en su propio país. La Revolución Mexicana había comenzado en 1910, forzando a miles de familias a huir de la violencia y la inestabilidad política. Un presidente había sido asesinado, a los funcionarios se les habían sacado los ojos y les habían cortado los labios, y el hermano del presidente había sido torturado con un atizador al rojo vivo. El levantamiento contra el dictador Porfirio Díaz dejaría millones de muertos, incluidos líderes revolucionarios como Emiliano Zapata. El continuo caos dejó el país en ruinas, y los soldados habían sido una visión constante en la vida de la niña. Había oído que muchos de ellos habían sido asesinados y enterrados en los ataúdes que su padre había hecho. Un día él también murió en la confusión de la guerra y fue enterrado en uno de sus propios ataúdes.

Los guardias con los sombreros anchos hablaron con el hombre y arreglaron algunos papeles que fueron firmados y sellados. Se dieron la mano, y el guardia amistoso se inclinó, le dijo algo a la niña y sonrió. Le gustaba la banda de bellota alrededor de su sombrero; parecía parecerse a algo, tal vez un acento, en un vestido que solía usar cuando sus padres todavía estaban vivos.

El hombre que la acompañó al nuevo país dijo algo en un idioma que ella no entendió, luego dobló los papeles y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Él se inclinó para tomar su mano y tirar de ella hacia adelante mientras inclinaba su sombrero hacia los guardias.

Así fue como mi abuela siempre contó la historia de venir a Estados Unidos. Mi hermano gemelo y yo la llamábamos Mamo, y ella era parte de nuestras vidas; siempre nos hacía deliciosas comidas y nos contaba cuentos de hadas mexicanos sobre niños que se portaban mal y se los comían. También bebió cervezas de cuarenta onzas; nos acompañó a mi hermano y a mí para ver la película El viernes 13 cuando teníamos diez años; tuvo un hijo fuera del matrimonio con un hombre de casi la mitad de su edad; sufrió de depresión y diabetes; hacía el mejor fideo que comí en mi vida; fue sacada de la escuela en tercer grado y todavía se enseñó ella misma a leer en dos idiomas, y una vez trató de suicidarse. Ella fue una de las personas más extraordinarias de mi vida, y la razón por la que conozco una de las verdades más fundamentales acerca de mí mismo: de dónde vengo.

Nacida como Victoriana Castro en el 1914, en medio de la Revolución Mexicana, Mamo creció en San Pedro, un pueblo ubicado en el estado de Coahuila. Sin salida al mar y aproximadamente a seiscientas millas de la frontera con los Estados Unidos, la región es conocida por su producción de algodón y acero.

Ella nos contaba sobre sus padres, y nosotros siempre queríamos escuchar sobre cómo nuestro bisabuelo hacía ataúdes. Pero hablar de sus padres le provocaba, a menudo, lágrimas y sollozos histéricos. “¡No me dejaron decir adiós!”, sollozaba Mamo, en el mismo tono y con el mismo dolor cada vez, sin importar cuántos años habían pasado.

Mamo nunca tuvo claro cómo el Sr. y la Sra. García de San Antonio, Texas, vinieron a cuidar de ella y su hermana, ni aun qué edad tenía cuando llegó. El papeleo decía que los García eran los parientes vivos más cercanos de las niñas huérfanas, pero que eran lejanos en el mejor de los casos. La pregunta siempre estuvo en mi mente, pero Mamo no pudo proporcionar una cronología detallada de su infancia en México.

Después que Mamo cruzó la frontera, ella vivió con una parte de la familia García, encabezada por Gabriel García, el hombre que la había llevado al otro lado de la frontera. Su hermana Trinidad, fue enviada a vivir con dos de las hermanas García a pocas cuadras de distancia. La esposa de Gabriel, Tomasa, cuidó de Mamo cuando se instaló en su nueva vida estadounidense, pero esa vida no fue nada fácil.

Mi abuela llegó a Texas en un momento en que las personas de ascendencia mexicana eran discriminadas de una manera que a menudo era paralela a las experiencias de los afroamericanos en el sur. En gran parte de Texas, los niños mexicanos eran obligados a asistir a escuelas segregadas. Los restaurantes y las tiendas colocaban letreros que decían “No se permiten perros, negros o mexicanos”, y la segregación era común en cines, parques, piscinas e incluso cementerios.

La nueva familia de Mamo vivía en el West Side de San Antonio, un área llena de inmigrantes y refugiados mexicanos. Áreas de terrenos que antes no estaban desarrollados estaban ahora salpicadas de pequeñas casas de madera de un piso, cada una de las cuales tenía un camino de tierra y un pequeño parche de hierba como césped delantero. Los nuevos inmigrantes abrieron restaurantes, panaderías, tiendas y librerías, y comenzaron a publicar periódicos y tocar conciertos. Junto con familias de la clase obrera como los García, los inmigrantes formaron un barrio muy unido y saturado de cultura, fe, comida y música mexicana.

Además de Gabriel y Tomasa, Mamo vivió con sus dos hijas, María y Herlinda. Gabriel era un músico local y tocaba música clásica en bodas y quinceañeras, y a veces se presentaba en el programa de radio local Gephardt's Mexican Hour [La hora mexicana de Gephardt]. El sueldo era bajo, pero en eventos grandes, si eran lo suficientemente tarde, a Gabriel se le permitía llevar a casa la comida sobrante.

Vivían en la calle West Laurel, un barrio mixto de afroamericanos y familias inmigrantes mexicanas. La asistencia a la iglesia era obligatoria, y los ancianos debían ser respetados y nunca cuestionados. Cuando Mamo o una de las hijas de las García violaban una regla, el castigo era severo.

“Ustedes muchachos lo tienen fácil hoy”, nos decía Mamo. “Mi tutor tomaba una vara larga y me golpeaba con ella”.

“¿Como un palo?”, preguntábamos con horror.

Mamo se reía y luego nos decía que a ella no le había ido tan mal. “A algunos de los niños en las otras casas les mantenían la cabeza bajo el agua al punto de que pensaban que se iban a ahogar”.

Historias como esas hacían que Joaquín y yo nos comportáramos lo mejor posible por los próximos veinte minutos.

Con disciplina o no, la vida se hizo más fácil para Mamo. La sacaron de la escuela en tercer grado para ayudar en la casa, y justo cuando se estaba convirtiendo en adolescente, Tomasa, quien se había convertido en su segunda madre, falleció. Luego, la hija de los García, Herlinda, murió en el parto, por lo que Mamo tuvo que ayudar a cuidar al nuevo bebé, a quien llamaron Herlinda también, y quien sería la mejor amiga de Mamo. A los catorce años, Mamo comenzó un ciclo de vida de tener que cocinar, cuidar niños y limpiar otras casas para ganarse el sustento.

Cuando Mamo hablaba sobre su niñez, parecía que estuviera caminando por un campo minado de ira y dolor. Ella podría estar riendo o hablando de su hermana en un minuto, y luego el próximo minuto se ponía muy triste al pensar en la pérdida de sus padres o las restricciones sociales que experimentó mientras crecía en Texas.

Siempre me sentí en conflicto acerca de cómo se desarrolló la vida de mi abuela. Por un lado, la familia García la acogió y le brindó una nueva vida en Estados Unidos. Por otro lado, a Mamo nunca se le permitió prosperar y explorar oportunidades para vivir su propia vida.

Mamo tenía prohibido socializar o salir con chicos cuando crecía, y no fue hasta la edad de treinta y dos años cuando tuvo su primer novio. Su nombre era Eddie Pérez, un joven del barrio. Los detalles son borrosos, pero estaba claro que Eddie tenía dieciocho años y Mamo estaba embarazada. Si la diferencia de edad no era lo suficientemente impactante, el nacimiento extramatrimonial hizo que su relación fuera tóxica para ambas familias.

Los García no suavizaron la situación. “¡Vas a matar a Gabriel!”. Mientras tanto, antes de que Mamo comenzara a mostrar su embarazo, Eddie se fue de San Antonio.

En mayo de 1947, Mamo dio a luz a mi madre, a quien llamaron María del Rosario, en honor a la Virgen María. Al ver cuánto Mamo amaba a su nueva hija, las García amenazaron con quedarse con la niña si Mamo, ahora de treinta y tres años, se iba de la casa o quedaba embarazada de nuevo. La familia de Eddie nunca reconoció a su hija, y años más tarde, cuando él reapareció en el vecindario—algunos dicen que después de servir en una rama del ejército—no mostró ningún interés en conocerla.

La niña que se convirtió en mi madre no tiene ningún recuerdo de Gabriel, quien murió dejándole a su hija María la pequeña casa de un piso con pintura descascarada en la calle West Laurel, y los pagos de la hipoteca. María se convirtió en la primera Mamo, ya que su sobrina Herlinda había comenzado a tener hijos. Mamo García, como Joaquín y yo más tarde llegaríamos a conocerla, era solo diez años mayor que nuestra Mamo, pero Mamo había ayudado a criarla a ella y a Herlinda.

María, quien también vivía en la casa de West Laurel, asumió la disciplina de puño de hierro de su padre. Su autoridad era tan clara que Mamo, que ya era una madre de unos treinta años, se refirió a María como su tutora. Mi madre, por otro lado, no fue excelente para diferir. Podía manejar las nalgadas crudas y el tirón de orejas, pero cuando era niña realmente le molestaba que después de que se le diera el castigo, tenía que besar a María y decirle que lo sentía.

Antes de llegar a los diez años, la personalidad decidida de Mamá estaba casi completamente formada. “Un día toda la familia salió a caminar, y este perro molestoso comienza a ladrarnos”, dijo Mamo. “Íbamos a la iglesia todos los domingos, y su madre pateó al perro y le gritó: ‘¡Maldito, al infierno!’”. Un miembro de la familia se inclinó, tiró de la oreja de mi madre y la golpeó con fuerza en el trasero. Mamo no podía evitar reírse ahora, pero su hija resintió cómo ella nunca la defendió de la disciplina exagerada de los García.

Esta rebelión no fue sin causa. Mi madre estaba creando distancia, haciéndoles saber a todos que ella no se conformaría por simple obediencia. Ella vio que a pesar de que la casa estaba llena de amor y afecto, era muy controladora. También era consciente de los diferentes niveles de racismo en la sociedad y sentía la sutil presión social de los tiempos que la frenaban. Era difícil para los mexicoamericanos tener éxito, y Mamá sentía la obligación de empujar y no doblegarse ante nadie, fuera familia o no.

En un pueblo donde los residentes mexicano-estadounidenses enfrentaban una constante discriminación, la Basílica del Santuario Nacional de la Pequeña Flor era un refugio cultural. Inaugurado en 1931, la iglesia había sido fundada por frailes de México y era un motivo de orgullo para los inmigrantes con su impresionante fachada marcada por amplios arcos blancos y vidrieras. Era un lugar acogedor y hermoso de paz y adoración y también una fuente de empleo para las García cuando el efectivo era escaso. Mamo García contestaba teléfonos en la rectoría durante el día mientras Mamo limpiaba la oficina.

Mamo siempre se enorgulleció de trabajar en la basílica, pero también esperaba que el trabajo proporcionara algo más que solo un sueldo. Una vez, Mamo y yo estábamos haciendo un pastel cuando era un niño, y nos quedamos sin leche. Mamá bromeó acerca de orar por un poco de leche, y ambas se rieron. “Cuando tenía tu edad y no teníamos comida en nuestra casa”, dijo Mamá, “Mamo García, Herlinda, Mamo y yo encendíamos velas y comenzábamos a arrodillarnos para suplicar a Dios que el dinero que habían ganado sirviendo a sus ministerios ayudara”.

“Y siempre sobrevivíamos”, dijo Mamo, haciendo la señal de la cruz.

“De alguna manera, lo hicimos”, Mamá asintió con la cabeza.

Mamo pudo haber diferido a su tutora en algunos asuntos, pero ella se mantuvo firme cuando se trataba de la educación de su hija. Ella de alguna manera logró ahorrar diez dólares cada mes para cubrir la matrícula de su hija en la Escuela Católica la Pequeña Flor.

El rigor de su vida hogareña preparó a mi madre para las monjas irlandesas que enseñaban en su escuela. Las Hermanas del Espíritu Santo y María Inmaculada ejercían las reglas de madera como esgrimistas de talla mundial. Las clases eran pequeñas y era difícil para Mamá evitar llamar la atención, por lo que aprendió a endurecerse cuando salían las reglas.

Incluso de niño, tuve que preguntarme sobre el punto de la historia de Mamá cuando nos contó a Joaquín y a mí sobre el aguijón de las reglas.

“Oh, yo lloré al principio”, dijo. “Luego aprendí a apretar los dientes cuando me golpeaban. Para mi cuarto mes, ni siquiera lloraba cuando me golpeaban”.

“¿Te golpeaban con reglas?”, le pregunté, incrédulo.

Mamá extendió sus manos ampliamente. “¡Así de largas!”.

Pero en muchos sentidos, la situación de mi madre carecía de las restricciones que otros niños mexicano-estadounidenses que asistían a la escuela pública experimentaban para ese tiempo. A menudo eran castigados por simplemente hablar español en la escuela. Muchos padres inmigrantes que recibieron un trato despectivo se aseguraron de que sus hijos aprendieran a hablar inglés primero, si no solo inglés. Los niños como mi madre eran, y a menudo todavía lo son, forzados a desarrollar formas únicas de vivir entre dos culturas.

En la escuela, mi madre se destacó académicamente y pronto comenzó a desarrollar un sentido de sí misma en el mundo. Había un marcado contraste entre lo que ella veía como un futuro lleno de oportunidades y los confines de la estricta casa de Mamo García. Mamo estaba trabajando en el otro lado de la ciudad para entonces, limpiando casas en barrios de clase media. Herlinda se había mudado, por lo que Mamá quedó bajo la ligera supervisión de un vecino mientras los adultos ganaban lo que podían.

La vida en el barrio obligó a todos a endurecerse, incluso a las abuelas. Mamo relató una vez que había limpiado una casa y luego esperado en una parada de autobús en la oscuridad. Un hombre se acercó a ella y levantó un trozo de tubería, exigiendo su bolso.

“Este ladrón intentó tirar de mi bolso”, me dijo mientras yo estaba en la cama. “Estaba en la parada del autobús, y vino con una barra de metal en la mano. Empezó a agitarla y me dijo que le diera mi bolso, y yo oré en alta voz y luego abracé mi bolso contra mi pecho. Bajó la barra y me golpeó con fuerza en la parte superior de la cabeza. Entonces solo me miró. Creo que estaba esperando que me cayera. Le dije que se fuera y él siguió mirándome; luego se volvió y echó a correr. Ella se tocó su cabeza donde la tubería la había golpeado. “¡Él no sabía lo cabecidura que yo era!”.

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On Sale
Oct 30, 2018
Page Count
240 pages
ISBN-13
9780316252126

Julian Castro

About the Author

Julián Castro is an American Democratic politician who served as the 16th United States Secretary of Housing and Urban Development under President Barack Obama from 2014 to 2017. Castro served as the mayor of San Antonio, Texas from 2009 to 2014 and was selected at the keynote speaker at the 2012 Democratic Convention.

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